Aviso de derrumbe
Francesc Arroyo EL PAÍS
Byung-Chul Han, pensador coreano
afincado en Berlín, es la nueva estrella de la filosofía alemana
La asfixiante competencia
laboral, el exhibicionismo digital y la falaz demanda de transparencia política
son los males contemporáneos que analiza en su obra.
No es extraño que Alemania, el
país que ha producido mentes como las de Kant, Hegel, Nietzsche o Marx, tenga
devoción por la filosofía, lo inusual es que la nueva revelación del
pensamiento alemán -tronco inevitable del pensamiento occidental moderno- sea
un autor oriental que cuando era un treintañero cambió Corea del Sur por
Europa. Hoy los libros de ese autor, Byung-Chul Han, son prestigiosos superventas
en un país que todavía discute apasionadamente a sus filósofos vivos, sean
Jürgen Habermas, Peter Sloterdijk o Richard David Precht. Han ya es uno de
ellos.
Byung-Chul Han nació en 1959 en
Seúl y allí estudió metalurgia, pero pronto llegó a la conclusión de que con
aquello no iba a ninguna parte. La carrera ni siquiera le interesaba. Decidió
instalarse en Alemania y estudiar literatura, aunque acabó interesado en la
filosofía. En 1994 se doctoró por la Universidad de Múnich con una tesis sobre
Martin Heidegger y poco después se estrenó como profesor universitario tras
haber obtenido la habilitación en Basilea. Actualmente enseña Filosofía en la
U. de las Artes de Berlín después de ejercer en la Escuela Superior de Diseño
de Karlsruhe al lado de Sloterdijk, que no ha evitado polemizar con el que
muchos consideran su sucesor en el trono simbólico de la filosofía germana.
En los últimos meses se han
publicado en España dos libros de Han -La sociedad del cansancio y La sociedad
de la transparencia-, en abril aparecerá un tercero -La agonía de Eros (en la
editorial Herder, como los anteriores)- y varios más serán traducidos pronto.
En ellos analiza los males del presente: el hombre contemporáneo, sostiene el
filósofo, ya no sufre de ataques virales procedentes del exterior; se corroe a
sí mismo entregado a la búsqueda del éxito. Un recorrido narcisista hacia la
nada que lo agota y lo aboca a la depresión. Es la consecuencia insana de
rechazar la existencia del otro, de no asumir que el otro es la raíz de todas nuestras
esperanzas. Más aún, solo el otro da pie al eros y es precisamente el eros el
que genera el conocimiento.
La entrevista se celebra en el
Café Liebling, situado en la berlinesa Raumerstrasse, en Prenzlauer Berg, un
barrio que ha pasado en poco tiempo de bohemio a aposentado. Suena una música
ambiental suave que los camareros no tienen problema en suavizar aún más para
evitar interferencias en la grabación de la charla. Han es puntual a la cita.
Se sienta y pide café. La primera
pregunta es sobre la relación directa que él establece entre el eros y el
pensamiento. Mira al entrevistador, se mira las manos, se mesa el cabello,
calla. Al cabo de unos segundos empieza a hablar: “Creo que para responder a
eso necesitaría antes pensar durante un par de semanas”. En apariencia deja el
asunto de lado, aunque lo abordará al final de la entrevista. No tiene prisa.
Se toma su tiempo. Para todo. “Cuando llegué a Alemania, ni siquiera conocía el
nombre de Martin Heidegger”, cuenta. “Yo quería estudiar literatura alemana. De
filosofía no sabía nada. Supe quiénes eran Husserl y Heidegger cuando llegué a
Heidelberg. Yo, que soy un romántico, pretendía estudiar literatura, pero leía
demasiado despacio, de modo que no pude hacerlo. Me pasé a la filosofía. Para
estudiar a Hegel la velocidad no es importante. Basta con poder leer una página
por día”.
Cualquier cosa menos volver a la
metalurgia que había dejado en Corea. “Al final de mis estudios me sentí como
un idiota. Yo, en realidad, quería estudiar algo literario, pero en Corea ni
podía cambiar de estudios ni mi familia me lo hubiera permitido. No me quedaba
más remedio que irme. Mentí a mis padres y me instalé en Alemania pese a que
apenas podía expresarme en alemán”.
Inició un proceso de aprendizaje
del idioma y de nuevas materias que le permitieran comprender los problemas que
aquejan al hombre de hoy. Explicarlo es el objetivo de sus libros. A diferencia
de lo que ocurría en tiempos pasados, cuando el mal procedía del exterior,
ahora el mal está dentro del propio hombre, subraya Han: “La depresión es una
enfermedad narcisista. El narcisismo te hace perder la distancia hacia el otro
y ese narcisismo lleva a la depresión, comporta la pérdida del sentido del
eros. Dejamos de percibir la mirada del otro. En uno de los últimos textos que
he escrito insisto en que el mundo digital es también un camino hacia la
depresión: en el mundo virtual el otro desaparece”.
¿Hay posibilidades de
vencer ese estado depresivo? “La forma de curar esa depresión es dejar atrás el
narcisismo. Mirar al otro, darse cuenta de su dimensión, de su presencia”,
sostiene. “Porque frente al enemigo exterior se pueden buscar anticuerpos, pero
no cabe el uso de anticuerpos contra nosotros mismos”.
Para precisar lo que sugiere
recurre a Jean Baudrillard: el enemigo exterior adoptó primero la forma de
lobo, luego fue una rata, se convirtió más tarde en un escarabajo y acabó
siendo un virus. Hoy, sin embargo, “la violencia, que es inmanente al sistema
neoliberal, ya no destruye desde fuera del propio individuo.
Lo hace desde
dentro y provoca depresión o cáncer”. La interiorización del mal es
consecuencia del sistema neoliberal que ha logrado algo muy importante: ya no
necesita ejercer la represión porque esta ha sido interiorizada. El hombre
moderno es él mismo su propio explotador, lanzado solo a la búsqueda del éxito.
Siendo así, ¿cómo hacer frente a los nuevos males? No es fácil, dice. “La
decisión de superar el sistema que nos induce a la depresión no es cosa que
solo afecte al individuo. El individuo no es libre para decidir si quiere o no
dejar de estar deprimido. El sistema neoliberal obliga al hombre a actuar como
si fuera un empresario, un competidor del otro, al que solo le une la relación
de competencia”.
Retomando la idea hegeliana de la
dialéctica del amo y del esclavo, Byung-Chul Han denuncia que “el esclavo de
hoy es el que ha optado por el sometimiento”. Y lo ha hecho a cambio de un modo
de vida escasamente interesante, “la mera vida, frente a la vida buena”, dice,
casi pura supervivencia.
A cambio de eso, el hombre cede su soberanía y su
libertad. Pero lo más llamativo es que el propio amo ha renunciado también a la
libertad al convertirse en explotador de sí mismo. Ha interiorizado la
represión y se ve abocado al cansancio y la depresión. Pero el cansancio y la
depresión no se pueden interpretar como alienación, en el sentido tradicional
marxista. “Solo la coerción o la explotación llevan a la alienación en una
relación laboral. En el neoliberalismo desaparece la coerción externa, la
explotación ajena. En el neoliberalismo, trabajo significa realización u
optimización personal. Uno se ve en libertad. Por lo tanto, no llega la
alienación, sino el agotamiento. Uno se explota a sí mismo, hasta el colapso.
En lugar de la alienación aparece una autoexplotación voluntaria. Por eso, la
sociedad del cansancio como sociedad del rendimiento no se puede explicar con
Marx. La sociedad que Marx critica es la sociedad disciplinaria de la
explotación ajena. Nosotros, en cambio, vivimos en una sociedad del rendimiento
de autoexplotación”. El hombre se ha convertido en un animal laborans, “verdugo
y víctima de sí mismo”, lanzado a un horizonte terrible: el fracaso.
Como todo buen romántico, Han
encuentra la solución en el amor. Hay que negar el presente represivo y aceptar
la existencia del otro y, de su mano, la posibilidad del amor. Un buen ejemplo
es la película Melancolía, de Lars von Trier. En ella aparece Justine, un
personaje deprimido “porque es incapaz de amar. La depresión aparece como una
imposibilidad de amor. Pero Justine alcanza a salir de la depresión gracias a
la aparición de un planeta que va a destruir la Tierra. Es la amenaza de esa
catástrofe la que le permite curarse de la depresión porque la hace capaz de
percibir la existencia del otro. Primero, el otro es el planeta y luego los
demás. Y al salir de la depresión se siente capaz de amar, de recuperar el
sentimiento del eros”. Y es que “el eros es la condición previa del
pensamiento. Sin el deseo hacia un ser amado que es el otro, no hay posibilidad
de filosofía”.
Hay una relación directa entre
eros y logos que pasa por descubrir al otro. Sin eso no hay posibilidad de
verdad. El eros tiene una relación vital con el pensar. El logos sin eros sería
pensamiento puro. Así termina La agonía de Eros, recuerda: “El pensamiento en
sentido enfático comienza bajo el impulso de eros. Es necesario haber sido
amigo, amante para poder pensar. Sin eros, el pensamiento pierde la vitalidad y
se hace represivo”. Ahí está el ejemplo de Alcibíades, que accede al conocimiento
gracias a la seducción que Sócrates ejerce sobre él. “Siempre se había pensado
que el eros estaba excluido, pero es condición para el pensamiento”, insiste.
“Es el amigo el que introduce una relación vital que hace posible el pensar”.
Por el contrario, “la falta de relación con el otro es la principal causa de la
depresión. Esto se ve agudizado hoy en día por los medios digitales, las redes
sociales”. La soledad, la incapacidad para percibir al otro, su desaparición.
No hay, sin embargo, que
confundir la seducción con la compra. “Creo que no solo Grecia, también España,
se encuentran en un estado de shock tras la crisis financiera. En Corea ocurrió
lo mismo, tras la crisis de Asia. El régimen neoliberal instrumentaliza
radicalmente este estado de shock. Y ahí viene el diablo, que se llama
liberalismo o Fondo Monetario Internacional, y da dinero o crédito a cambio de
almas humanas. Mientras uno se encuentra aún en estado de shock, se produce una
neoliberalización más dura de la sociedad caracterizada por la flexibilización
laboral, la competencia descarnada, la desregularización, los despidos”. Todo
queda sometido al criterio de una supuesta eficiencia, al rendimiento. Y, al
final, explica, “estamos todos agotados y deprimidos. Ahora la sociedad del
cansancio de Corea del Sur se encuentra en un estadio final mortal”.
En realidad, el conjunto de la
vida social se convierte en mercancía, en espectáculo. La existencia de
cualquier cosa depende de que sea previamente “expuesta”, de “su valor de
exposición” en el mercado. Y con ello “la sociedad expuesta se convierte
también en pornográfica. La exposición hasta el exceso lo convierte todo en
mercancía. Lo invisible no existe, de modo que todo es entregado desnudo, sin
secreto, para ser devorado de inmediato, como decía Baudrillard”. Y lo más
grave: “La pornografía aniquila al eros y al propio sexo”. La transparencia
exigida a todo es enemiga directa del placer que exige un cierto ocultamiento,
al menos un tenue velo. La mercantilización es un proceso inherente al capitalismo
que solo conoce un uso de la sexualidad: su valor de exposición como mercancía.
Lo propio ocurre en la exigencia
de transparencia en la política: “La transparencia que se exige hoy en día de
los políticos es cualquier cosa menos una demanda política. No se pide la
transparencia para los procesos de decisión que no interesan al consumidor.
El imperativo de transparencia
sirve para descubrir a los políticos, para desenmascararlos o para
escandalizar. La demanda de transparencia presupone la posición de un
espectador escandalizado. No es la demanda de un ciudadano comprometido, sino
de un espectador pasivo. La participación se realiza en forma de reclamaciones
y quejas. La sociedad de la transparencia, poblada de espectadores y
consumidores, es la base de una democracia del espectador”.
La exigencia
de transparencia, acompañada del hecho de que el mundo es un mercado, hace que
los políticos no acaben siendo valorados por lo que hacen, sino por el lugar
que ocupan en la escena. “La pérdida de la esfera pública genera un vacío que
acaba siendo ocupado por la intimidad y los aspectos de la vida privada”,
afirma. “Hoy se oye a menudo que es la transparencia la que pone las bases de
la confianza. En esta afirmación se esconde una contradicción. La confianza
solo es posible en un estado entre conocimiento y no conocimiento. Confianza
significa, aun sin saber, construir una relación positiva con el otro. La
confianza hace que la acción sea posible a pesar de no saber. Si lo sé todo,
sobra la confianza. La transparencia es un estado en el que el no saber ha sido
eliminado. Donde rige la transparencia, no hay lugar para la confianza. En
lugar de decir que la transparencia funda la confianza, habría que decir que la
transparencia suprime la confianza. Solo se pide transparencia insistentemente
en una sociedad en la que la confianza ya no existe como valor”. Un ejemplo de
esta contradicción es el Partido Pirata que se presenta a sí mismo como el de
la transparencia, lo que en realidad equivale a una propuesta de despolitización.
“Se trata, en realidad, de un antipartido”, afirma Han.
Y se ha
diluido también la “verdad”, porque en la sociedad de la transparencia lo que
importa es la apariencia. Parte de su discurso recuerda el de los
situacionistas franceses de los sesenta, que sostenía que la historia podía
explicarse por el predominio de los verbos que explican las cosas. En la
antigüedad, lo importante era el ser, pero el capitalismo impuso el tener. En
la actual sociedad del espectáculo, sin embargo, domina la importancia del
parecer, de la apariencia. Así lo resume Han: “Hoy el ser ya no tiene
importancia alguna. Lo único que da valor al ser es el aparecer, el exhibirse.
Ser ya no es importante si no eres capaz de exhibir lo que eres o lo que
tienes. Ahí está el ejemplo de Facebook, para capturar la atención, para que se
te reconozca un valor tienes que exhibirte, colocarte en un escaparate”. Y el
mundo de la apariencia se nutre de las aportaciones de los medios de
comunicación. Pero hay una gran diferencia entre el saber, que exige reflexión
y hondura, y el conocer, que no aporta verdadero saber. “La acumulación de la
información no es capaz de generar la verdad. Cuanta más información nos llega,
más intrincado nos parece el mundo”.