Fernando Savater
¿Cuáles son los derechos de la desesperanza? ¿Puede edificarse un discurso atareado en
negarlo todo y en negarse, en desmentir sus prestigios, su fundamento y su
alcance, su verosimilitud misma? ¿No es el escribir una tarea afirmativa
siempre, de un modo u otro, apologética incluso en la mayoría de los casos?
¿Cómo se compagina la escritura con la demolición radical, que nada respeta ni
propone en lugar de lo demolido, que no se reclama de tal o cual tendencia, ni
quisiera ver triunfante cosa alguna sobre las borradas ruinas de las
anteriores; ¿cómo se compagina el texto con las lágrimas, las palabras con los
suspiros, el discurso racional con el punto de vista de la piedra o de la
planta? ¿Es concebible un pensamiento que se ve a sí mismo como una empresa imposible
o ridícula, inevitablemente falaz en el justo momento de reconocerse su verdad?
Estas son algunas de las más urgentes preguntas que se plantean al hilo de la
lectura de Samuel Beckett o de E. M. Cioran.
La
respuesta no puede venir de un exterior que las obras de esos autores niegan:
es preciso volver al interior del texto mismo, reincidir en la pregunta,
convencerse de que dentro tampoco hay nada. Leer a Beckett o a Cioran es
reasumir, una y otra vez, la experiencia de la vaciedad.
Lo que hay que decir es que siempre se dice
demasiado: «todo lenguaje es un discurso de lenguaje [tout langage est un écart
de langage]» (Beckett). La multiplicidad de los discursos, informativos o
edificantes, persuasivos, entusiasmados o curiosos, tiene algo de nauseabundo.
El hombre es un animal ávido de creencias, de seguridades, de paliativos, y
consigue todo eso merced al lenguaje. Pero sus creencias son deleznables, sus
seguridades ilusorias, sus paliativos risibles: ¿por qué no decirlo así? Una
vez que por azar o improbable ejercicio se ha conquistado la lucidez, la
condición enemiga de las palabras, nada puede ya decirse, excepto lo que revele
la oquedad del lenguaje de los otros, frente al que el discurso del escéptico
es pleno, pues asume su vacío como contenido, mientras que los demás discursos,
pretendidamente llenos de sustancia, se edifican sobre la ignorancia de su
hueco. Pero, ¿qué propósito puede tener proclamar la inanidad que acecha tras
las palabras, salvo excluir al escéptico de la condición de engañado, de
drogado por el humo verbal, excluirle de la condición humana, en suma? Por
encima o por debajo de los hombres, quien conoce la mentira de las palabras y
su promesa nunca puede volver a contarse entre ellos. Será una roca que no se
ignora, un árbol que se sospecha o un dios consciente de que no existe: un
hombre, jamás.
«El escepticismo es un ejercicio de
desfascinación» (Cioran): el pensamiento escéptico desarticula el montaje
verbal que enfatiza, para bien o para mal, la raida realidad de las cosas:
«Saber desmontar el mecanismo de todo, puesto que todo es mecanismo, conjunto
de artificios, de trucos, o, para emplear una palabra más honrosa, de
operaciones; dedicarse a los resortes, meterse a relojero, ver dentro, dejar de
estar engañado, esto es lo que cuenta a sus ojos», dijo Cioran de Valéry y aun
mejor podría haberlo dicho de él mismo.
Pasión por el despedazamiento
intelectual del objeto del pensamiento, por la disección amarga o regocijada,
tanto da, de lo vigente; nada debe quedar a salvo de la crítica, pues en caso
contrario ésta se convertiría en velada apología de lo otro, lo no analizado:
si Cioran ensalza a los emperadores de la decadencia, es frente al opaco
asesino sin imaginación que detenta en nuestros días el poder; si jura,
nostálgico, por Zeus o por la curvilínea Venus, lo hace sólo por interés
blasfemo frente al triunfante Crucificado; ensalzará al suicida contra quien
jamás puso en entredicho la obligación de existir y su reticente apología del
éxtasis es sólo una forma de flagelar la sosería sin sangre de la vida
funcional. Nada se propone, nada se recomienda: Cioran sabe que si se asiente a
Nerón o a Juliano no puede rechazarse al modesto funcionario gubernamental en
quien hoy perviven, sin placer ni entusiasmo, los crímenes antiguos; la
Historia se acepta o se rechaza en bloque, pues toda discriminación valorativa
es sólo una forma especial de confusión o de complacencia en la confusión. Por
eso, las exhortaciones positivas de Cioran son siempre irónicas; cuando
recomienda algo es siempre lo imposible o lo execrable. La perplejidad
resultante no es un accidente en el camino sino la meta misma del caminar, la
única consecuencia del pensamiento que puede ser llamada, sin infamia,
«lógica».
Lo que Cioran dice es lo que todo hombre piensa
en un momento de su vida, al menos en uno, cuando reflexiona sobre las Grandes
Voces que sustentan y posibilitan su existencia; pero lo que suele ser pasado
por alto es que la verosimilitud del discurso de Cioran, el que sea concebible,
siquiera momentáneamente, compromete inagotablemente el tejido lingüístico que
nos mece.
Si
tales cosas pueden ser pensadas una vez en la vida, tienen que ser ciertas: una
realidad que se precie no puede sobrevivir a tales apariencias. Basta que
puedan ser pensadas, para que sean. ¿En qué puede fundarse la fe, la alborada
del espíritu, cuando ya han sido dichas tales cosas?
Las
palabras se han mostrado ya como vacías o podridas; por un momento, hemos
visto, inapelablemente, lo que alienta tras esas voces consagradas: «justicia»,
«verdad», «Inmortalidad», «Dios», «Humanidad, «Amor», etc..., ¿cómo podríamos
de nuevo repetirlas con buen ánimo, sin consentir vergonzosamente en el engaño?
Las diremos, sí, una y otra vez, pero recomidos de inseguridad, azorados por el
recuerdo de un lúcido vislumbre, que en vano trataremos de relegar al campo de
lo delirante; la verdad peor, una vez entrevista, emponzoña y desasosiega por
siempre la concepción del mundo a cuyo placentario amparo quisimos vivir.
¡Lucidez, gotera del alma...
La mirada desesperanzada sobre el hombre y las
cosas, la repulsa de los fastos administrativos que tratan de paliar la
vaciedad de cualquier actividad humana, el sarcasmo sobre la pretendida
extensión y profundidad del conocimiento científico, la irrisoria sublimidad
del amor, biología ascendida a las estrellas por obra y gracia de los
«chansonnier» de ayer y hoy, nuestra vocación
la de todo viviente al dolor, al
envejecimiento y a la muerte: todos estos temas los comparte Cioran con los
predicadores de todas las épocas, los fiscales del mundo, quienes recomiendan
abandonarlo en pos de la gloria de otro triunfal e imperecedero, o de una
postura ética, de apatía y renuncia, más digna.
¿Es,
pues, Cioran un moralista? Lo primeramente discernible en su visión de las
cosas es el desprecio, y esto parece abundar en tal sentido; pero podríamos
decir, con palabras que Santayana escribió pensando en otros filósofos, que «el
deber de un auténtico moralista hubiera sido, más bien, distinguir, por entre
esa perversa o turbia realidad, la parte digna de ser amada, por pequeña que
fuese, eligiéndola de entre el remanente despreciable». Junto al desprecio, el
moralista incuba dentro de él algún amor desesperado y no correspondido,
rabioso: ama la serenidad, la compasión, la apatía, el deber o el nirvana: ama
una virtud, una postura, una resolución. Salva, de la universal inmundicia, un
gesto. Cioran no condesciende a ninguna palinodia; jamás recomienda.
Quizá
prefiriese en ciertos momentos, la condición vegetativa a la animal, pero no
con el ademán de dignidad ofendida del moralista que gruñe: «La condición
humana es una estafa, burlémosla haciéndonos vegetales», sino con irónico
distanciamiento: «Señor juez, señor arzobispo, admirado filósofo, ¿no sería
mejor, a fin de cuentas, aun a costa de la fachenda, ser cardo o coliflor?»
No tiene Cioran vocación de curandero, de
saludador: no puede ser moralista. Lo que le importa, lo que se le impone, por
un retortijón incontrolable de sus vísceras, es aliviarse del nebuloso malestar
que le recome y diferencia, utilizando para ello la escritura: «Por mí, los
problemas del cosmos y las teorías técnicas podían resolverse solos o como
quisieran, o como acordaran resolverlos, en aquel momento, las autoridades en
la materia. Mi gozo se hallaba más bien en la expresión, en la reflexión, en la
ironía» (Santayana). Expresión, reflexión, ironía: aquí está la obra de E. M.
Cioran.
Expresar,
debatirse de la íntima sensibilidad, muda y gástrica, hacia la objetivación;
esculpir en la blanda inflexibilidad de la palabra la efigie del monstruo
privado, de nuestra verdad; hablar de lo ciego, de lo roto, dar voz a lo que no
puede tenerla, nombrar lo inmencionable. Sin objetivo, sin oyente quizá, sin
intentar persuadir ¿de qué?, ¿a quién?,
¿por qué? , en la expresa renuncia al sistema, a la Verdad incluso, sobre todo
a la Verdad. «Hablar por hablar es la única liberación» (Novalis).
Un ejercicio tan torvo, tan improbable,
debería suscitar la risa: la risa preventiva, azorada, de quien trata de evitar
que un discurso demasiado serio sea tomado en serio, pero también la risa
liberadora de quien por fin se atreve a saber. No es el severo ropón académico,
la lúgubre máscara de quien lleva en sus hombros el peso teórico del mundo (lo
que dice más en favor de los hombros que del peso teórico, naturalmente), lo
que sienta bien a la revelación nihilista: dejemos eso para quien tiene el
Sistema y por lo tanto, el Orden de su lado. Pongámonos del lado de la risa, de
la sonrisa inspirada, al borde del estallido, de la carcajada refrenada en
estilo: en esto está la maestría del de Cioran.
La
risa alzada sobre, al borde, en torno de lo que la desmiente. Precisemos: no se
trata de la risa nietszcheana, aún (o ya) no: la opinión de que los textos de
Cioran son la prolongación contemporánea de los del solitario de Sils Maria
necesitaría tales precisiones y comentarios que expresado en la cruda forma en
que lo formula Susan Sontag, apenas puede compartirse.
Hay
muchas clases de risa, pero todas distan de ser igualmente estimables,
igualmente sanas: «De todas las risas que hablando propiamente no son tales,
sino que más bien reemplazan al aullido, sólo tres a mi juicio merecen
detenerse sobre ellas, a saber: la amarga, la de dientes a fuera y la sin
alegría. Corresponden a ¿cómo
decirlo? a una excoriación progresiva
del entendimiento y el paso de una a otra es el paso de lo menos a lo más, de
lo inferior a lo superior, de lo exterior a lo interior, de lo grosero a lo
sutil, de la materia a la forma. La risa amarga ríe de lo que no es bueno, es
la risa ética. La risa de dientes afuera ríe de lo que no es verdadero, es la
risa judicial.
¡Lo
que no es bueno! ¡Lo que no es verdadero! ¡En fin! Pero la risa sin alegría es
la risa noética, por este gruñido ¡ja! , así, es la risa de las risas, la risus
purus, la risa que se ríe de la risa, homenaje estupefacto a la broma suprema,
en resumen, la risa que se ríe silencio,
por favor de lo desdichado» (Samuel
Beckett). El humor rescata a Cioran del sermón de los ejercicios espirituales,
con lívidos decorados de Loyola, del «no somos nadie», funeral de quien no se
hubiera atrevido a decir eso mismo en vida del difunto o de su propia vida; el
humor le salva de cualquier tipo de unción, y garantiza que la lucidez crítica
del discurso no prescinde de volverse contra su misma empresa, que la lucidez
tiene mucho de opaca y la risa también es risible. El humor preserva y confirma
la reversibilidad del discurso, su circularidad; lo que puede volver sobre sí
mismo, lo que necesaria libremente por azar retorna, escapa a lo dogmático: la
ironía nos resguarda de la Iglesia.
Tarea intelectual incalificable la de Cioran:
no se deja etiquetar a la primera y la división del trabajo no puede por menos
de resentirse. En realidad, ningún género se le ajusta convincentemente: a lo
que más podría parecerse es a los manuales de meditación o a los libros de
horas: libro de horas del horror, de la infinita finitud de las horas... Pero
sería demasiado tranquilizador, amparándose en el elegante clasicismo de un estilo,
confinarle definitivamente en el campo de lo «puramente literario», en la
acepción filistea que los profesionales de la filosofía y de la ciencia suelen
dar a estas palabras, significando con ellas lo perteneciente en último término
a lo venial y recreativo, lo alejado de la «dura realidad de la vida»,
ejercicio propio de quienes no alcanzan
esto no suele llegar a decirse
las severas glorias de la matemática, el laboratorio y el Sistema.
Pongamos ¿solo por afán de provocar? que
lo que hace Cioran es verdadera filosofía, con tanto derecho a ser llamada tal
como lo tenía la de Diógenes frente a la de Platón. La historia de la filosofía
la han escrito los sistemáticos: urge una apología del sofista.
¿Y
si la Verdad está del lado de los que renunciaron expresamente a ella? El
Sistemático científico insistirá en el carácter subjetivo del discurso
fragmentario de Cioran: «Tú lo ves todo negro, aquél puede verlo todo color de
rosa, con la misma razón. Sólo el Sistema da cuenta de una y otra postura.» Pero
también el Sistema es una postura, de la que pueden dar cuenta Cioran o los
sofistas. Al sistemático se le escapa el carácter de opción que tiene todo
sistema, el punto de vista subjetivo que le da origen; el escéptico es muy
consciente, en cambio, de este inicio azaroso.
El
Sistema acusará a Cioran de contradicciones, de incoherencia, de escribir cada
fragmento como si no hubiera escrito nada más; pero la coherencia que él busca
es otra que la de la sencilla solidaridad de las palabras domesticadas: azuzando
unas palabras contra otras pretende más bien la plena liberación de las fuerzas
que las palabras ocultan o postergan. No se trata de edificar un castillo
conceptual en el que refugiar nuestros sueños, las esperanzas sin las que no
queremos perdurar: por demasiado tiempo ésta ha sido considerada la misión de
la filosofía, pero «el pensamiento es destrucción en su esencia. Más
exactamente, en su principio. Se piensa, se comienza a pensar, para romper las
ligaduras, disolver las afinidades, comprometer la armazón de "lo
real". Sólo después, cuando el trabajo de zapa está muy avanzado, el
pensamiento se domina y se insurge contra su movimiento natural» (Cioran).
Pensador
ahistórico, espléndidamente aislado, sin escuela ni progenie, la figura de E.
M. Cioran aparece con creciente frecuencia en el Mar de los Sargazos de la
cultura contemporánea: «the king of pessimists» le bautiza, en su inefable
estilo, Time; Susan Sontag comienza con citas suyas una película (bastante
mediocre), presentada en Cannes en 1971, y hace sobre él entusiastas
declaraciones a la prensa; uno de sus libros, La chute dans Ie Temps, alcanza
cierto éxito en Estados Unidos, aunque Cioran advierte: «como todo éxito, se
trata de un malentendido»; se repiten sus aforismos, para dar peso sentencioso
a artículos periodísticos con pretensiones de sublimidad (peligro máximo de
Cioran: lo fácil y brillantemente que se le puede citar).
No
le busquéis en las obras de los filósofos profesionales, ni en las historias de
la filosofía (una excepción: Ferrater le cita en su Diccionario filosófico, en
la bibliografía del artículo «nihilismo»).
Sus
obras son contemporáneas de las de Sartre o Camus, pero nadie se atrevería a
incluirle en el existencialismo francés: los galimatías de la esencia y la
existencia son demasiado alemanes para él... Como Georges Bataille, como
Clément Rosset, E. M. Cioran es miembro de la «sombra» (en el sentido en que
emplea la expresión Eugenio Trías) de la filosofía oficial francesa de nuestros
días; hacia esta sombra se van volviendo muchos ojos, fatigados del relumbrón
de tantos alamares y charreteras.
De todos los países de Europa, el predilecto
de Cioran, su obsesión, su límite y su infierno, es España. Leyéndole, se hace
necesario que tal cosa como España exista. En mística y en blasfemias, en
fanatismo, sangre, ímpetu y desesperanza, en azar y fatalismo, tenemos las
raíces más largas y más hondas: hemos llevado a su límite la experiencia de
vivir, hemos trasgredido los límites... Nuestro castigo es aleccionador.
Le llamé en algún sitio «nihilista» y me
repuso: «No estoy muy seguro de ser nihilista. Soy más bien un escéptico al que
tienta, de cuando en cuando, otra cosa que la duda». Así se ve él y quizá así
debamos verle nosotros. Este es un libro que nunca se acaba de leer; al
cerrarlo, uno se repite: «El Árbol de la Vida no conocerá ya primavera: es
madera seca; de él, harán ataúdes para nuestros huesos, nuestros sueños y
nuestros dolores.» Y luego: ¿ahora qué? Ahora. Qué.
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