E. M. Cioran
I'll
join with black despair against my soul, and to myself become an enemy.
(Shakespeare, Richard III.)
fragmento
Genealogía del fanatismo
En
sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima,
proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia,
se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la
epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las
farsas sangrientas.
Idólatras
por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y
de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos
Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del
espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre
permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta
después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la
evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus
crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en
espera de exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia
ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que
pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual;
que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata
más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la
diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de
la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas
sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos
de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los
gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis...
Patíbulos,
calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa
necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo
palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con
los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no
fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los
verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano
religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En
cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la
sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal; lo ojos
llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado del
hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la
voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de
una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual,
por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza vicios más nobles que
todas sus virtudes, se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en
esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis... Las certezas abundan en
ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstituiréis
el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de
haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De
ello resulta el fanatismo tara capital que da al hombre el gusto por la
eficacia, por la profecía y el terror, lepra lírica que contamina las almas,
las somete, las tritura o las exalta...
No
escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no
proponen nada, porque verdaderos bienhechores de la humanidad
destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a un
Pirrón que junto a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría de humoradas
es más dulce que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente encontramos
la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras
de un profeta... En cuanto eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad
o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona
el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su
histeria, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia
y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra,
donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a
vosotros: Por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una
misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la
administración, con sus reglamentos metafísicos para uso de
monos... Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello
hasta los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo y los
hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos
actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La
sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna
era un indiferente...
Me
basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de
filosofía, escucharle decir «nosotros», con una inflexión de seguridad, invocar
a los «otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo
en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y
verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más
temible cuanto que los «puros» son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de
los bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de
las grandes convulsiones de la historia; no creyendo en nada, no hurgan
vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a
vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad
les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que
salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los «idealistas» arruinan.
Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios,
mil veces más soportables que el despotismo de los principios; porque todos los
males de la vida vienen de una «concepción de la vida». Un hombre político
cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de
canto; y de corrupción...
El
fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar
por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más
peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores
se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de
disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu
se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y
nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea... Harto
de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala
universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se
dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad...
El
anti profeta
En
todo hombre dormita un profeta, y cuando se despierta hay un poco más de mal en
el mundo... La locura de predicar está tan anclada en nosotros que emerge de
profundidades desconocidas al instinto de conservación. Cada uno espera su
momento para proponer algo: no importa el qué. Tiene una voz: eso basta.
Pagamos caro no ser sordos ni mudos...
De
los desharrapados a los snobs, todos gastan su generosidad criminal, todos
distribuyen recetas de felicidad, todos quieren dirigir los pasos de todos: la
vida en común se hace intolerable y la vida consigo mismo más intolerable
todavía: cuando no se interviene en los asuntos de los otros, se está tan
inquieto de los propios que se convierte al «yo» en religión o, apóstol
invertido, se le niega: somos víctimas del juego universal...
La
abundancia de soluciones a los aspectos de la existencia sólo es igualada por
su futilidad. La Historia: Manufactura de ideales... , mitología lunática...
frenesí de hordas y de solitarios, rechazo de aceptar la realidad tal cual es,
sed mortal de ficciones...
La
fuente de nuestros actos reside en una propensión inconsciente a considerarnos
el centro, la razón y el resultado del tiempo. Nuestros reflejos y nuestro
orgullo transforman en planeta la parcela de carne y de conciencia que somos.
Si tuviéramos el justo sentido de nuestra posición en el mundo, si comparar
fuera inseparable de vivir, la revelación de nuestra ínfima presencia nos
aplastaría. Pero vivir es cegarse sobre sus propias dimensiones...
Si
todos nuestros actos, desde la respiración hasta la fundación de imperios o de
sistemas metafísicos, derivan de una ilusión sobre nuestra importancia, con
mayor razón aún el instinto profético. ¿Quién, con la exacta visión de su
nulidad, intentaría ser eficaz y erigirse en salvador?
Nostalgia
de un mundo sin «ideal», de una agonía sin doctrina, de una eternidad sin
vida... El Paraíso... Pero no podríamos existir un instante sin engañarnos: el
profeta en cada uno de nosotros es el rasgo de locura que nos hace prosperar en
nuestro vacío.
El
hombre idealmente lúcido, luego idealmente normal, no debería tener ningún
recurso fuera de la nada que está en él... Me parece oírle: «Desgajado del fin,
de todos los fines, no conservo de mis deseos y mis amarguras sino las
fórmulas. Habiendo resistido a la tentación de sacar conclusiones, he vencido
al espíritu, como he vencido a la vida por el horror a buscarle una solución.
El espectáculo del hombre ¡qué vomitivo! El amor , un encuentro de dos
salivas... Todos los sentimientos extraen su absoluto de la miseria de las
glándulas. No hay nobleza sino en la negación de la existencia, en una sonrisa
que domina paisajes aniquilados. (En otro tiempo, tuve un «yo», ahora no soy
más que un objeto. Me atraco de todas las drogas de la soledad; las del mundo
fueron demasiado débiles para hacérmela olvidar. Habiendo matado el profeta en
mí, ¿cómo conservaré aún un sitio entre los hombres?)».
En
el cementerio de las definiciones
Tenemos
fundamento para imaginarnos un espíritu gritando: «Todo carece para mí ya de
objeto, pues he dado las definiciones de todas las cosas»? Y si podemos
imaginarlo, ¿cómo situarlo en la duración?
Soportamos
tanto mejor lo que nos rodea porque le damos un nombre y nos desentendemos de
ello. Pero abarcar una cosa con una definición, sea lo arbitraria que sea
y tanto más grave resulta cuanto más arbitraria, pues el alma se adelanta
entonces al conocimiento , es rechazarla, volverla insípida y superflua,
aniquilarla. El espíritu ocioso y vacante y que no se integra en el mundo
más que a favor del sueño , ¿en qué podría atarearse sino en ensanchar los
nombres de las cosas, en vaciarlos, y en substituirlos por fórmulas? Después
evoluciona sobre escombros; no más sensaciones; sólo recuerdos. Bajo cada
fórmula yace un cadáver: el ser o el objeto mueren bajo el pretexto al que
dieron lugar. Es el desenfreno frívolo y fúnebre del espíritu. Y ese espíritu
se ha derrochado en lo que ha nombrado y circunscrito. Enamorado de los
vocablos, odiaba los misterios de los silencios pesados y los volvía ligeros y
puros: y él mismo llegó a ser ligero y puro, puesto que aligerado y purificado
de todo. El vicio de definir ha hecho de él un asesino gracioso y una víctima
discreta.
Y
es así como se ha borrado la mancha que el alma extendía sobre el espíritu y
que era lo único que le recordaba que estaba vivo.
Civilización
y frivolidad
¿Cómo
soportaríamos la masa y la profundidad gastada de las obras y de las obras
maestras, si espíritus impertinentes y deliciosos no hubieran añadido a su
trama las franjas de un desprecio sutil y de primaverales ironías? Y ¿cómo
podríamos soportar los códigos, las costumbres, los párrafos del corazón que la
inercia y el bienestar han superpuesto a los vicios inteligentes y fútiles, si
no existieran esos seres regocijantes cuyo refinamiento coloca juntamente en
las cumbres y al margen de la sociedad?
Es
preciso estar agradecidos a las civilizaciones que no han abusado de lo serio,
que han jugado con los valores y que se han deleitado en engendrarlos y
destruirlos. ¿Se conoce fuera de las civilizaciones griega y francesa una
demostración más lúcidamente festiva de la elegante nada de las cosas? El siglo
de Alcibíades y el siglo XVIII francés son dos fuentes de consuelo. Mientras
que no es hasta su último estado, hasta la disolución de todo un sistema de
creencias y costumbres, cuando las otras civilizaciones pudieron gustar del
ejercicio alegre que presta un sabor de inutilidad a la vida. En plena madurez,
en plena posesión de sus fuerzas y de su porvenir, esos dos siglos conocieron
el hastío despreocupado de todo y permeable a todo. ¿Hay mejor símbolo de esto
que Madame Deffand, vieja, ciega y clarividente, que, aun execrando la vida,
gusta sin embargo de los recreos de la amargura?
Nadie
alcanza de buenas a primeras la frivolidad. Es un privilegio y un arte; es la
búsqueda de lo superficial por aquellos que habiendo advertido la imposibilidad
de toda certeza, han adquirido asco por ella; es la huida lejos de esos abismos
naturalmente sin fondo que no pueden llevar a ninguna parte.
Quedan,
sin embargo, las apariencias: ¿por qué no alzarlas al nivel de un estilo? Esto
es lo que permite definir a toda época inteligente. Se llega a conceder más
prestigio a la expresión que al alma que la sustenta, a la gracia que a la
intuición; la emoción misma se vuelve cortés. El ser entregado a sí mismo, sin
ningún prejuicio de elegancia, es un monstruo; no encuentra en sí más que zonas
obscuras, donde rondan, inminentes, el terror y la negación. Saber, con toda su
vitalidad, que uno se muere y no poder ocultarlo, es un acto de barbarie. Toda
filosofía sincera reniega de los títulos de la civilización, cuya función
consiste en tamizar nuestros secretos y disfrazarlos de efectos buscados. Así,
la frivolidad es el antídoto más eficaz contra el mal de ser lo que se es:
merced a ella engañamos al mundo y disimulamos la inconveniencia de nuestras
profundidades. Sin sus artificios, ¿cómo no enrojecer de tener un alma?
Nuestras soledades a flor de piel, ¡qué infierno para los otros! Pero es
siempre para ellos y a veces para nosotros mismos para quien inventamos
nuestras apariencias...
Desaparecer
en Dios
El
espíritu que cuida su esencia distinta está amenazado a cada paso por las cosas
a las que se rehúsa. Cuando la atención el más grande de sus
privilegios le abandona, cede a las tentaciones de las que ha querido
huir, o se hace presa de misterios impuros... ¿Quién no conoce esos miedos,
esos estremecimientos, esos vértigos que nos aproximan a la bestia y a los
problemas postreros? Nuestras rodillas tiemblan sin doblarse; nuestras manos se
buscan sin juntarse; nuestros ojos se elevan y no divisan nada... Conservamos
este orgullo vertical que reafirma nuestro valor; este horror de los gestos que
nos preserva de las efusiones; y el socorro de los párpados para cubrir miradas
ridículamente inefables. Nuestro desliz está próximo, pero no es inevitable; el
accidente curioso, pero nada nuevo; una sonrisa apunta ya en el horizonte de
nuestros terrores... , no nos desplomaremos en la oración... Pues, a fin de
cuentas, El no debe triunfar; su mayúscula debe ser comprometida por nuestra
ironía; los escalofríos que dispensa, que sean disueltos por nuestro corazón.
Si
verdaderamente tal ser existiese, si nuestras debilidades primasen sobre
nuestras resoluciones y nuestras profundidades sobre nuestros exámenes,
entonces ¿por qué pensar todavía, si nuestras dificultades estarían ya
resueltas, nuestras interrogaciones suspendidas y nuestros espantos
apaciguados? Sería demasiado fácil. Todo absoluto personal o abstracto
es una forma de escamotear los problemas; y no sólo los problemas, sino también
su raíz, que no es otra que un pánico de los sentidos.
Dios:
caída perpendicular sobre nuestro espanto, salvación cayendo como un rayo en
medio de nuestras búsquedas que ninguna esperanza engaña, anulación sin
paliativos de nuestro orgullo desconsolado y voluntariamente inconsolable,
encaminamiento del individuo por un apartadero, paro del alma por falta de
inquietudes...
¿Qué
mayor renuncia que la fe? Es cierto que sin ella uno se aventura en una
infinidad de callejones sin salida. Pero incluso sabiendo que nada puede llevar
a nada, que el universo es solamente un subproducto de nuestra tristeza, ¿por
qué sacrificaríamos ese placer de tropezar y rompernos la cabeza contra la
tierra y el cielo?
Las
soluciones que nos propone nuestra cobardía ancestral son las peores
deserciones a nuestro deber de decencia intelectual. Equivocarse, vivir y morir
engañados, he ahí lo que hacen los hombres. Pero existe una dignidad que nos
preserva de desaparecer en Dios y que transforma todos nuestros instantes en
oraciones que jamás haremos.
Variaciones sobre la muerte
I.
Porque no reposa sobre nada, porque carece hasta de la sombra misma de un
argumento, es por lo que perseveramos en la vida. La muerte es demasiado
exacta; todas las razones se encuentran de su lado. Misteriosa para nuestros
instintos, se dibuja, ante nuestra reflexión, límpida, sin prestigios y sin los
falsos atractivos de lo desconocido.
A
fuerza de acumular misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la vida
inspira más espanto que la muerte: es ella la gran Desconocida.
¿A
dónde puede llevar tanto de vacío e incomprensible? Nos aferramos a los días
porque el deseo de morir es demasiado lógico, por tanto ineficaz.
Porque
si la vida tuviese un solo argumento a su favor distinto, de una evidencia
indiscutible se aniquilaría; los instintos y los prejuicios se desvanecen al
contacto con el Rigor. Todo lo que respira se alimenta de lo inverificable; un
suplemento de lógica sería funesto para la existencia esfuerzo hacia lo
Insensato... Dad un fin preciso a la vida: pierde instantáneamente su
atractivo. La inexactitud de sus fines la vuelve superior a la muerte; un ápice
de precisión la rebajaría a la trivialidad de las tumbas. Pues una ciencia
positiva del sentido de la vida despoblaría la tierra en un día; y ningún
frenético lograría reanimar la improbabilidad fecunda del deseo.
II. Se puede
clasificar a los hombres siguiendo los criterios más caprichosos: según sus
humores, sus inclinaciones, sus sueños o sus glándulas. Se cambia de ideas como
de corbatas; pues toda idea, todo criterio viene de lo exterior, de las
configuraciones y de los accidentes del tiempo. Pero hay algo que viene de
nosotros mismos, que es nosotros mismos, una realidad invisible, pero
interiormente verificable, una presencia insólita y de siempre, que puede
concebirse en todo instante y que no nos atrevemos jamás a admitir, y que no
tiene actualidad más que antes de su consumación: es la muerte, el verdadero
criterio... Y es ella, la más íntima dimensión de todos los vivientes. La que
separa la humanidad en dos órdenes tan irreductibles, tan alejados el uno del
otro, que hay más distancia entre ellos que entre un buitre y un topo, que
entre una estrella y un escupitajo. El abismo de dos mundos incomunicables se
abre entre el hombre que tiene el sentimiento de la muerte y el que no lo
tiene; sin embargo, los dos mueren; pero uno ignora su muerte, el otro la sabe;
el uno no muere más que un instante, el otro no cesa de morir... Su condición
común les coloca precisamente en las antípodas el uno del otro; en los dos
extremos y en el interior de una misma definición; inconciliables, sufren el
mismo destino... El uno vive como si fuera eterno; el otro piensa continuamente
su eternidad y la niega en cada pensamiento.
Nada
puede cambiar nuestra vida salvo la insinuación progresiva en nosotros de las
fuerzas que la anulan. Ningún principio nuevo le adviene ni de las sorpresas de
nuestro crecimiento ni del florecimiento de nuestros dones; le son naturales. Y
nada natural sabría hacer de nosotros otra cosa que nosotros mismos.
Todo
lo que prefigura la muerte añade una cualidad de novedad a la vida, la modifica
y la amplía. La salud la conserva tal cual, en una estéril identidad; mientras
que la enfermedad es una actividad, la más intensa que el hombre pueda
desplegar, un movimiento frenético y... estacionario, el más rico derroche de
energía sin gestos, la espera hostil y apasionada de una fulguración
irreparable.
III. Contra la
obsesión de la muerte, los subterfugios de la esperanza se declaran tan
ineficaces como los argumentos de la razón: su insignificancia no hace sino
exacerbar el apetito de morir. Para triunfar sobre este apetito no hay más que
un solo «método»: vivirlo hasta el fin, sufriendo todas sus delicias y sus
espantos, no hacer nada por eludirlos. Una obsesión vivida hasta la saciedad se
anula en sus propios excesos. De tanto hacer hincapié sobre el infinito de la
muerte, el pensamiento llega a gastarlo, a asquearnos de él, negatividad
demasiado llena que no ahorra nada y que, más bien que comprometer y disminuir
los prestigios de la muerte, nos desvela la inanidad de la vida.
Quien
no se ha entregado a las voluptuosidades de la angustia, quien no ha saboreado
en el pensamiento los peligros de la propia extinción ni gustado
aniquilamientos crueles y dulces, no se curará jamás de la obsesión de la
muerte: será atormentado por ella, por haberla resistido; mientras que quien,
experto en una disciplina de horror, y meditando en su podredumbre, se ha
reducido deliberadamente a cenizas, ese mirará hacia el pasado de la muerte y
el mismo no será sino un resucitado que ya no puede vivir. Su «método» le habrá
curado de la vida y de la muerte.
Toda
experiencia capital es nefasta: las capas de la existencia carecen de espesor;
quien las holla, arqueólogo del corazón y del ser, se encuentra, al final de
sus investigaciones, ante profundidades vacías. Echará de menos vanamente el
ornato de las apariencias.
Así
es como los Misterios antiguos, pretendidas revelaciones de los secretos
últimos han pasado sin legarnos nada en materia de conocimiento. Los iniciados
sin duda estaban obligados a no transmitir nada; es, sin embargo, inconcebible
que en tan gran número no se haya encontrado un solo charlatán; ¿qué hay de más
contrario a la naturaleza humana que tal obstinación en el secreto? Lo que
ocurre es que no había secretos; había ritos y estremecimientos. Una vez
apartados los velos, ¿qué podían descubrir sino abismos sin importancia? No hay
iniciación más que a la nada y al ridículo de estar vivo.
...Y
yo sueño con una Eleusis de corazones desengañados, con un Misterio neto, sin
dioses y sin la vehemencia de la ilusión.
Al margen de los instantes
Es
la imposibilidad de llorar la que conserva en nosotros el gusto por las cosas y
las hace existir todavía: impide que agotemos su sabor y nos apartemos de
ellas. Cuando, por tantas carreteras y orillas, nuestros ojos rehúsan ahogarse
en sí mismos, preservan con su sequedad el objeto que los maravillaba. Nuestras
lágrimas despilfarran la naturaleza, como nuestros trances a Dios... Pero
finalmente nos despilfarran a nosotros mismos. Pues nosotros no somos más que
por la renuncia a dar libre curso a nuestros deseos supremos: las cosas que
entran en la esfera de nuestra admiración o de nuestra tristeza no permanecen
en ella más que porque no las hemos sacrificado o bendito con nuestros adioses
líquidos.
...Y
es así como después de cada noche, encontrándonos ante un nuevo día, la
irrealizable necesidad de llenarlo nos colma de espanto; y, exilados en la luz,
como si el mundo acabase de conmoverse, de inventar su Astro, huimos las
lágrimas, una sola de las cuales bastaría para desposeernos del tiempo.
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