lunes, 25 de mayo de 2020


Stiglitz reclama  un nuevo contrato social para acabar con la desigualdad   
Economía EFE


Joseph E. Stiglitz, profesor de la U. de Columbia y economista en jefe de la Institución Roosevelt.

El Nobel de Economía asegura que el mundo necesita "un nuevo contrato social" que busque un equilibrio entre el mercado, el Estado y la sociedad para acabar con la desigualdad y las protestas, bajo la advertencia de que la extrema derecha "no funciona".

En el Hay Festival de Cartagena de Indias, en Colombia, el Nobel de Economía Joseph Stiglitz presentó su libro "Capitalismo Progresista", en el que defiende que el mundo necesita "un nuevo contrato social" que busque un equilibrio entre el mercado, el Estado y la sociedad para acabar con la desigualdad y las protestas, bajo la advertencia de que la extrema derecha "no funciona".

En entrevista con la agencia EFE, el estadounidense advirtió la necesidad de una agenda global que incluya reformas de los mercados, tumbar los monopolios y restringir la competencia desleal, así como la creación de políticas progresistas de impuestos y gastos. También auguró un fracaso en la agenda económica de Donald Trump porque cree que ni el presidente estadounidense ni su equipo "entienden la economía". "Otros cuatro años lo empeorarían aún más", apunta sobre las elecciones de noviembre en las que el mandatario buscará la reelección.

¿Es optimista con los cambios que pueden traer las multitudinarias protestas ciudadanas?

Soy optimista frente al cambio, es una inundación en países como Chile. Cuando miraba los datos de Chile, el nivel de desigualdad era tan alto que me sorprendía que no hubiese más disturbios civiles. Ahora tenemos los disturbios y va a haber una verdadera revisión de la Constitución.
Hay un comienzo real de reconocimiento de que hay un problema. En Chile buscaron la solución de los "Chicago Boys", y les funcionó. Ahora solo con ese reconocimiento van a comenzar a pensar. ¿Cuáles son los marcos económicos alternativos? Soy optimista. América Latina a veces se desvía de un extremo de los fundamentalistas del mercado al otro extremo y lo que espero es que entendamos que la extrema derecha no funciona, es más fácil dirigir desde un rumbo intermedio.

Fallaron el neoliberalismo y el socialismo. Hoy la desigualdad es el motor que impulsa las protestas. ¿Cuál es el modelo que usted propone?

Lo que estoy argumentando en mi libro "Capitalismo Progresista" es que necesitamos un nuevo contrato social; un nuevo equilibrio entre el mercado, el Estado y la sociedad civil, y una ecología de instituciones más rica, incluidas organizaciones sin ánimo de lucro, cooperativas. El problema del neoliberalismo era que argumentaba que el mercado sin restricciones era la solución y decía: no se preocupe por la moral, no se preocupe por la explotación, sólo déjelo en manos del mercado; y eso no funcionó.

Insisto, las desigualdades siguen creciendo y el efecto está en las calles ¿Cuál es la clave para cerrar esa brecha?

Nunca ha habido una bala de plata para algo que ha estado sucediendo durante 40 años, incluso desde hace mucho más tiempo, y en el caso de América Latina aún más, desde el período colonial. La respuesta es una agenda completa que incluya reformar los mercados, reformar las reglas del juego, tumbar los monopolios, poner más restricciones al comportamiento anticompetitivo, fortalecer el poder de negociación laboral, reformar el gobierno corporativo. Y luego tenemos que tener políticas progresistas de impuestos y gastos. Debemos tener programas para asegurarnos de que todos satisfagan sus necesidades básicas para una vida decente, especialmente en países como Estados Unidos donde somos lo suficientemente ricos como para asegurarles a todos una vida decente si solo quisiéramos.

Otro aspecto realmente importante es que tenemos que lidiar con el problema del cambio climático: el mundo está amenazado, no es solo una crisis de desigualdad, es una crisis climática y si no lo hacemos nuestro mundo no va a ser habitable o vamos a gastar enormes cantidades de dinero en respuesta al cambio climático. Sin embargo, el presidente de los Estados Unidos lo niega; el resto del mundo no puede negarlo, tiene que ser parte de una economía reformada.

¿Y entonces por qué llegan al poder personajes como Trump o Bolsonaro?

Creo que tiene mucho que ver con el fracaso del neoliberalismo para cumplir sus promesas. Hay un gran descontento de la gente. Las élites prometen que la globalización y todas estas cosas resultarían en un mejor nivel de vida, y eso no ha sucedido. Así, creo que es totalmente comprensible que haya un sentimiento "antiestablecimiento" en muchos países de todo el mundo. Lo triste es que estos tipos van a empeorar aún más y creo que lo único que podemos hacer es conectarnos, seguir explicando por qué las políticas de Bolsonaro y Trump no van a funcionar, demostrar que no están funcionando.

¿Cuál es el alcance real que ha tenido la guerra comercial entre Estados Unidos y China en el resto de países?

Está muy claro que la guerra comercial de Trump ha agregado un alto nivel de incertidumbre en el panorama económico mundial y que a las empresas no les gusta la incertidumbre. Este tipo de incertidumbre es particularmente destructiva porque una de las grandes decisiones que toma una empresa al invertir es preguntarse dónde lo hará. Puede hacerlo en Vietnam, China y Estados Unidos, pero si estamos en un mundo en guerra comercial, si hace la inversión en un país u otro, la barrera aumenta, pierde mucho dinero.

¿Por qué cree que la agenda económica de Trump va a fracasar?

Creo que la agenda económica de Trump fallará porque Trump y su equipo económico no entienden la economía. Tomemos un tema del proteccionismo, los acuerdos comerciales. Dijo que lo más importante es bajar el déficit comercial. Los déficits comerciales multilaterales están determinados por factores macroeconómicos: la disparidad entre el ahorro agregado y el ahorro promedio interno es la equidad interna. Y sus políticas, incluida la ley de impuestos de diciembre de 2017, redujeron los ahorros del gobierno, crearon un déficit de un billón de dólares y, por lo tanto, aumentaron estos desequilibrios macroeconómicos y previsiblemente el déficit comercial, exactamente lo que predije.

Mientras tanto, no ha hecho las inversiones en atención médica para que millones de estadounidenses tengan acceso. Si no tiene una población saludable no tiene una población productiva, las desigualdades han aumentado, el crecimiento y la creación de empleo son más bajos que con Obama. Puedo decir que ya es un fracaso. Y el problema es que otros cuatro años lo empeorarían aún más.





martes, 12 de mayo de 2020


La guerra fría de la tecnología
                                  
 Por Selene Mazón

China y EUA se disputan el liderazgo sobre la quinta generación de redes móvil, 5G

Es la batalla de esta década: mientras EU dice que Huawei es un arma de espionaje del gobierno chino, Huawei responde que se trata de un argumento antiglobalizador para boicotear su crecimiento. Pero lo que realmente está en juego es la 5ª generación de redes móviles, 5G, cuyo liderazgo se disputan, desde hace unos años, China y EU. Bienvenidos a la nueva guerra fría.

El 1 de diciembre de 2018, Meng Wanzhou se encontraba en el aeropuerto de Vancouver esperando un vuelo de conexión cuando, por órdenes de EU, fue detenida por el Departamento de Justicia de Canadá. De origen chino, Wanzhou no sólo era la directora de finanzas de la firma tecnológica Huawei, compañía en la que trabajaba desde 1993, sino hija del propio fundador, Ren Zhengfei. Wanzhou, se sabría después, era acusada de violar las sanciones de EU contra Irán, al engañar a instituciones financieras norteamericanas y utilizar una empresa fantasma de Hong Kong para venderle equipo al país de Medio Oriente.

Ese mismo día, 11 mil kilómetros más al sur, en Buenos Aires, Argentina, los presidentes Trump y Xi Jinping, -respectivamente- anunciaron durante la Cumbre del G20, que reúne a los líderes de las potencias mundiales, el cese de la guerra comercial entre ambos países. Esta disputa inició con la imposición de aranceles a productos de ambos países en 2016, año que asumió la presidencia Trump con claras políticas proteccionistas. Sin embargo, la detención de Wanzhou lo cambió todo y encendió las alarmas en todo el mundo.

Fraude bancario, conspiración, violación a las sanciones contra Irán y robo de secretos comerciales son algunos de los 23 cargos que, para finales de enero de 2019, Huawei tenía en su contra por el Departamento de Justicia de EU. Tras pagar una fianza, Wanzhou hoy está en libertad condicional y enfrenta una posible extradición a EU, donde, de ser declarada culpable, podría alcanzar una pena en prisión de hasta 10 años.

Para analistas y expertos, el mensaje detrás de estos sucesos estaba claro: desestabilizar el avance de la firma china que, para 2018, facturó más de 107 mil millones de dólares, un crecimiento de 19.5% con respecto a 2017. En pocos años se colocó, entre Samsung y Apple, en el top 3 de manufacturadores de smartphones. La detención de Wanzhou marcó el inicio de una larga guerra tecnológica entre EU y China, cuyo movimiento más reciente fue el retiro de la licencia de Google a todos los productos de Huawei.

¿Por qué Huawei se convirtió en sujeto de interés para Estados Unidos?

A finales de los 80 y principios de los 90, la República Popular China atravesaba una reestructuración económica que buscaba dejar en el pasado la narrativa socialista para insertarse a en las dinámicas del mercado global. Con el apoyo del gobierno, se impulsó la creación de empresas chinas, y se fortalecieron las políticas proteccionistas en aras de promover la economía del país asiático. 

De hecho, “el gobierno central chino tiene, por ley, participación en todas las empresas y en todas las organizaciones que se desarrollan en su país: extranjeras o nacionales”, dice José Luis Rivera, profesor de la EGADE Business School.

En ese contexto, en 1987, un joven ex oficial del Ejército de Liberación de la Población China, Ren Zhengfei, fundó Huawei, que en chino significa “logro espléndido” o “China puede”. En principio, la empresa se dedicaba a la venta de equipos de telecomunicaciones al mercado chino rural. A los pocos años se estrenó como manufacturador de sus propios equipos, y desde entonces no ha parado de crecer. A principios de los 90, ganó un contrato de gobierno para proveer de equipo de telecomunicaciones al ejército. Para 2005, los contratos de mercado internacional superaron la venta nacional por primera vez. En poco menos de veinte años, Huawei adquirió presencia en más de 170 países, manteniendo a China como principal consumidor.

Sospechismo chino
Las sospechas norteamericanas de que Huawei colabora con el gobierno chino no son nuevas. Recientemente senadores republicanos declararon que el gigante tecnológico chino es, en realidad, “un brazo del gobierno chino”. 

En 2012, la firma fue investigada en EU por supuesto espionaje, acusación que directivos chinos han negado en más de una ocasión y que fue retomada en febrero de 2018, cuando los líderes de seis unidades de inteligencia en EU a los ciudadanos estadounidenses sobre el uso de productos y servicios originarios de ese país, como Huawei y ZTE. Durante una audiencia del Comité de Senado de Inteligencia, el director del FBI, Chris Wray, declaró en ese entonces que el gobierno “estaba sumamente preocupado por los riesgos de permitir que cualquier compañía o entidad de origen extranjero tenga la capacidad de modificar o robar información de manera malintencionada”.

Para abonar al conspiracionismo chino, en junio de 2018, el periódico francés Le Monde Afrique publicó que, durante cinco años, los equipos de computación de las oficinas centrales de la Unión Africana -construidas en Addi Ababa, Etiopía, durante 2006 y 2012 con capital chino- habían sido vulnerados. El periódico señalaba que el sistema de computación y servidores de la sede africana, todos ellos de marca Huawei, reportaban alta actividad en la medianoche con transferencia de datos a servidores en Shanghai. También se reportó la existencia de micrófonos y dispositivos de escucha en las paredes y escritorios del edificio.

No hay que olvidar que, desde hace dos décadas, África es el principal socio comercial de China. El intercambio comercial entre ambas naciones en ese periodo de tiempo creció alrededor de 20% al año, según datos de la consultora internacional McKinsey. Tanto la Unión Africana como los oficiales de China condenaron el reporte como falso y sensacionalista.

Huawei no sólo ha sido acusado de espionaje, sino también de robo de secretos industriales. En 2014, la empresa estadounidense T-Mobile denunció a un empleado de Huawei, firma con la que en aquel momento sostenían una alianza, de intentar robar a Tappy, una herramienta robótica desarrollada dentro de la compañía que simulaba la mímica de los dedos humanos para probar la responsividad de las pantallas de los teléfonos.

Tappy, presuntamente, fue hallada en la mochila del ex-empleado, quien declaró que la herramienta robótica había caído por accidente en su bolsa. Después del descubrimiento, un portavoz de la empresa deslindó a Huawei de cualquier responsabilidad y dijo que el empleado había actuado por su cuenta. El caso se solucionó en corte durante 2014, y desde entonces también se ha recogido acusaciones similares por parte de Cisco, Nortel y Motorola.

La neblina de sospechas en torno a Huawei han provocado un creciente veto en diferentes países, sobre todo en EU que, en enero de 2018, cuando la marca china celebraba el lanzamiento de su entonces smartphone insignia, Mate 10 Pro, su aliado AT&T canceló de último momento el acuerdo que prometía la distribución de equipos. De igual manera, la red Verizon, anunció poco tiempo después que no vendería ningún teléfono de Huawei.

En mayo de 2019, el actual presidente estadounidense, Trump, anunció la existencia de una lista negra para evitar hacer negocios con firmas que presumiblemente espían su gobierno, entre ellos Huawei. Australia, Nueva Zelanda y Japón también han alzado la mano contra la firma china.

La pelea por la red 5G
Desde su fundación a finales de los ochenta, el negocio de Huawei también ha dado un giro. Si bien comenzó como una firma de equipos de consumo, con el paso del tiempo fue creciendo en otras áreas, como investigación y desarrollo de infraestructura de telecomunicaciones.

Más allá de secretos industriales y espionajes, analistas sugieren que el motivo detrás de estas acusaciones obedece a un esfuerzo por detener el avance en la construcción de infraestructura de la nueva generación de telefonía móvil denominada 5G.

La red 5G no es más que la evolución de la red 4G LTE que conocemos, con la gran diferencia de que la nueva conexión promete descargas 10° o 20° veces más rápidas que en el presente, una interconectividad de hasta 100 dispositivos al mismo tiempo y una mejor eficiencia energética, lo que permitiría que conceptos tan ansiados se vuelvan realidad, entre ellos ciudades y casas inteligentes. Además, quien tenga el control de esa infraestructura, podría acceder a millones de bits de información valiosa, el activo más codiciado por empresas y autoridades.

A pesar de los esfuerzos del gobierno chino por posicionar a su país en la era 4G y anteriores, los operadores de nacionalidad china apenas tuvieron participación. Hasta ese entonces, la idea que prevalecía sobre China estaba asociada a la manufactura, más que a la innovación y tecnología.

Con 5G la historia comenzó diferente. No sólo empresas chinas empezaron a desarrollar conocimientos técnicos, sino que invirtieron millones de dólares en investigación. Como ejemplo, cada año, Huawei gasta alrededor de 20 mil millones de dólares en investigación y desarrollo, lo que los ha colocado en la delantera de esta carrera tecnológica.

De hecho, la firma de análisis de patentes IPlytics anunció que en marzo de 2019 alrededor de 34% de las principales patentes de 5G en el mundo fueron solicitadas por empresas localizadas en China, en comparación con el 25% de Corea del Sur y el 14% tanto de EU y Finlandia.

Actualmente, la participación de China en las patentes 5G es aproximadamente 50% más grande que su participación en 4G. De ese porcentaje, Huawei es el jugador con más participación de patentes, de 15%.
La batalla, debaten especialistas, podría ser más geopolítica que tecnológica. “Es una evolución natural del manejo de la información en la dinámica que vivimos. Más que una guerra ideológica, se trata de una guerra psicológica de quién tiene más acceso a la información de las personas. La información es poder”, comparte Rivera.

En una nota para el sitio de tecnología The Verge, el profesor de marketing e innovación de la Universidad de Warwick, Qing Wang, afirma que Huawei es “víctima de la política antiglobalización y del sentimiento de los EU y de la guerra comercial en curso con China”.

Por otro lado, William Snyder, profesor de Derecho de la Universidad de Siracusa, declaró en esa misma nota que “la obligación de Huawei de operar bajo las leyes chinas sobre cooperación con las agencias militares y de inteligencia chinas es ya de por sí un tema de preocupación”.

El golpe más bajo fue el anuncio de Google de retirar la licencia para los dispositivos de Huawei, lo que significa que todos sus dispositivos dejarán de tener actualizaciones de la empresa con sede en Menlo Park, California. Esto forma parte de la prohibición gubernamental que impuso el Departamento de Comercio de Estados Unidos, la cual impide a Huawei contratar servicios con empresas estadounidenses sin autorización del gobierno.

Frente a la prohibición, Huawei presentó una demanda contra EU en marzo, diciendo que la acción era inconstitucional.  

En una entrevista reciente, Die Welt, ejecutivo de Huawei, compartió que habían preparado su propio sistema operativo como plan B en caso de que no pudieran utilizar sus sistemas. Huawei comenzó a trabajar en un reemplazo de Android a principios de 2012 cuando Estados Unidos abrió una investigación sobre Huawei y ZTE, según el South China Morning Post, y aún en 2016 continuaba desarrollando el sistema.
Huawei ahora usa su sistema operativo Android Open Source Project.

¿Y las audiencias? 
El mercado chino, a su vez, no ha permanecido pasivo. En las últimas semanas se ha reportado una especie de boicot ciudadano a productos de Apple como una respuesta a las medidas que ha tomado el gobierno estadounidense contra la firma china. Según la firma Canalys, las ventas de iPhone de Apple en China disminuyeron 30% durante el primer trimestre de 2019. Esto es de especial preocupación para la firma fundada por Steve Jobs ya que el país asiático representa el 19% de sus ventas globales.

La resolución de este conflicto está lejos de terminar. Sospechas más, sospechas menos, lo cierto es que, como consumidores y generadores de datos, -aquellos que gobiernos y empresas se disputan por valores de millones y millones de dólares- habrá que seguir de cerca este episodio.

https://gatopardo.com/tecnologia/guerra-tecnologica-redes-moviles-5g-huawei-china-estados-unidos/



Una nota  sobre el sueño americano.
                                                           
Requiem por el sueño americano.
Los diez principios de la concentración de la riqueza y el poder.

                                                                  Noam Chomsky



Traducción de Magdalena Palmer

Basado en el documental Réquiem por el sueño americano
realizado por Peter Hutchison, Kelly Nyks y Jared P. Scott


La Gran Depresión, que soy lo bastante viejo para recordar, fue una mala época; desde mi perspectiva, mucho peor que la actual. Sin embargo, también existía la sensación de que saldríamos adelante, la esperanza de que las cosas mejorarían, la idea de que «quizá no haya trabajo ahora pero lo habrá mañana, y lucharemos juntos para crear un futuro mejor».

Fue una época de radicalismo político que esperábamos que fructificase en un futuro distinto, un futuro más justo, igualitario y libre que acabara con las represivas estructuras de clase. Se vivía la sensación generalizada de que «de un modo u otro, esto se arreglará».

La mayoría de los miembros de mi familia, por ejemplo, eran desempleados de clase obrera. El desarrollo del sindicalismo fue tanto un reflejo como una fuente de optimismo y esperanza. Y eso se ha perdido. Hoy en día, lo que sentimos es que nada volverá; que todo ha terminado.

El sueño americano, como casi todos los sueños, comparte muchos elementos del mito. En el siglo XIX consistió, en gran medida, en lo que ilustraban las novelas de Horatio Alger: «Somos pobres de solemnidad, pero trabajaremos mucho y saldremos adelante», lo que, hasta cierto punto, era verdad. Mi padre, por ejemplo, llegó en 1913 desde una aldea pobrísima de Europa Oriental, consiguió trabajo en una fábrica clandestina de Baltimore y su situación fue mejorando hasta el punto que consiguió estudiar en la universidad, obtener una licenciatura y finalmente incluso un doctorado. Acabó viviendo lo que se denomina «un estilo de vida de clase media». Era algo que estaba al alcance de muchos. En aquellos tiempos los inmigrantes europeos podían alcanzar un nivel de prosperidad, privilegios, libertad e independencia que habría sido impensable en sus países de origen.

Sin embargo, sabemos que ahora ya no es así. En realidad, la movilidad social es menor aquí que en Europa. Pero el sueño persiste, fomentado por la propaganda. Forma parte de cualquier discurso político: «Vótame y traeremos el sueño de vuelta». Todos lo repiten con palabras similares y hasta puede oírse en boca de aquellos que precisamente lo están destruyendo, lo sepan o no. Pero el «sueño» debe continuar pues, de lo contrario, ¿cómo van a enfrentarse los habitantes del país más rico y poderoso de la historia, con ventajas extraordinarias, a la realidad que ven a su alrededor?

La desigualdad actual no tiene precedentes. En términos absolutos se trata de uno de los peores momentos de la historia de los Estados Unidos pero, si se analiza en profundidad, es evidente que proviene de la extrema riqueza de un minúsculo sector de la población, la pequeña fracción del uno por ciento. En otros períodos, como en la Edad Dorada[1] de finales del siglo XIX o los locos años veinte, se vivió una situación parecida, pero nuestra época es un caso extremo

(Gilded Age/Golden Age. Con estos términos, Chomsky se refiere a dos períodos diferentes de la historia de su país. He traducido Gilded Age por «Edad Dorada» (el período de finales del siglo XIX) y Golden Age por «Edad de Oro» (período de crecimiento de las décadas de 1950 y 1960). [N. de la T.]).

Un análisis actual de la distribución de la riqueza muestra que la desigualdad proviene principalmente de la superriqueza: literalmente, el uno por ciento de la población es inmensamente rico. Esta situación es el resultado de treinta años de cambios en la política económica y social. Durante este período, el programa del Gobierno se ha modificado completamente en contra de la voluntad de la mayoría para proporcionar ingentes beneficios a los superricos. Entretanto, para gran parte de la población, para la mayoría, la renta real lleva treinta años prácticamente estancada. En este sentido, en el particular sentido estadounidense, la clase media sufre un grave ataque.

La movilidad social es una parte esencial del sueño americano: naces pobre, trabajas mucho y te haces rico. La idea de que es posible encontrar un trabajo decente, comprarse una casa y un coche, y enviar a los hijos a la universidad…
Todo se ha hundido.

Introducción
Echemos un vistazo a la sociedad estadounidense. Imaginemos que la observamos desde Marte. ¿Qué es lo que vemos?

En los Estados Unidos existen valores declarados, como la democracia. En una democracia, la opinión pública influye en la política y el Gobierno lleva a cabo acciones acordadas por la población. En eso consiste el sistema democrático. Pero es importante comprender que la democracia nunca ha sido del agrado de los sectores privilegiados y poderosos, por muy buenas razones. La democracia confía el poder a la población general y se lo arrebata a los privilegiados. Es un principio de la concentración de la riqueza y el poder.

El círculo vicioso
La concentración de la riqueza conduce a la concentración del poder, sobre todo a medida que el coste de las elecciones se dispara, lo que hace que las grandes empresas tengan a los partidos políticos en el bolsillo. Este poder político se traduce rápidamente en una legislación que respalda el incremento de la concentración de la riqueza.

La política fiscal, como la política impositiva, la desregulación, las normas de gestión empresarial y toda una serie de medidas –medidas políticas concebidas para incrementar la concentración de riqueza y poder– conducen a más poder político que seguirá haciendo lo mismo. Eso es lo que estamos viendo en la actualidad. Un círculo vicioso en pleno funcionamiento.

La máxima vil
Los ricos siempre han disfrutado de un inmenso poder político, algo que se remonta a siglos atrás. Es tan tradicional que ya lo describió Adam Smith en 1776 en su célebre La riqueza de las naciones, donde afirma que en Inglaterra «los principales arquitectos de la política» son los propietarios de la sociedad, que en su época eran «los comerciantes y los industriales».

Éstos se cuidan de que sus intereses estén muy bien protegidos, por muy «doloroso» que sea su impacto sobre el pueblo de Inglaterra o sobre otros pueblos. Ahora no son los comerciantes y los industriales, sino las instituciones financieras y las multinacionales. Aquellos a los que Adam Smith llamaba «los amos de la humanidad» y que siguen «la máxima vil: todo para nosotros y nada para los demás».             
                                                                                         
Únicamente perseguirán políticas que los beneficien y perjudiquen al resto.                                                                                                                            
Pues bien, se trata de una máxima muy extendida en política que en los Estados Unidos se ha estudiado en profundidad. Son las políticas que se han ido aplicando de forma creciente y, a falta de una reacción popular generalizada, son las que cabe esperar.

Principio Nº 1. Reducir la democracia
En la historia de los Estados Unidos siempre se ha producido un enfrentamiento constante entre la presión desde abajo para conseguir más libertad y democracia, y los esfuerzos de la élite para controlar y dominar: un conflicto que se remonta a la fundación del país.

La minoría de los opulentos
James Madison, el principal artífice de la Constitución y a la sazón uno de los principales defensores de la democracia, consideraba, no obstante, que el sistema estadounidense debía concebirse -como acabaría concibiéndose, gracias a su iniciativa- de modo que el poder recayera en manos de los ricos. Porque los ricos son el grupo más responsable, el que por naturaleza busca el bien público, y no unos intereses estrechos y limitados.

Por tanto, la estructura del sistema constitucional oficial confió la mayor parte del poder al Senado. Cabe recordar que en aquella época los miembros del Senado no se elegían (sólo empezaron a elegirse democráticamente hace un siglo), sino que la asamblea legislativa los seleccionaba de entre los pudientes para que ocupasen el cargo durante largos períodos de tiempo. Más hombres responsables. Hombres que, como señaló Madison, se preocupaban por los terratenientes y sus derechos. Y eso debía protegerse.

El Senado acaparaba la mayor parte del poder, pero también era la cámara más alejada de la población. La Cámara de los Representantes, mucho más cercana, tenía una función infinitamente más reducida. En aquel entonces, el poder ejecutivo -el presidente- era más bien un administrador con cierta responsabilidad en temas de política exterior y otros asuntos. Una situación muy distinta de la actual.

Se debatía una pregunta fundamental: ¿Hasta qué punto debemos permitir una democracia real? Madison lo argumentó a conciencia, no tanto en los diferentes artículos de El federalista, que era una especie de propaganda, sino en los debates de la Convención Constitucional de Filadelfia, unos documentos de consulta mucho más interesantes. En los debates, Madison afirmó que la principal preocupación de la sociedad -de cualquier sociedad decente- tiene que ser «proteger a la minoría de los opulentos frente a la mayoría».

La frase es suya. Y expuso sus argumentos.
(Véase Actas y debates secretos de la Convención celebrada en Filadelfia en el año 1787, en la página 22).

Madison observó que el modelo que tenía en mente –Inglaterra, por supuesto– era el país y la sociedad política más avanzados de la época. Supongan que en Inglaterra todos votasen libremente, dijo. En tal caso, la mayoría de los pobres se uniría y se organizaría para arrebatarles sus propiedades a los ricos. Llevarían a cabo lo que en la actualidad se denomina una reforma agraria: parcelar las haciendas y los latifundios para dar a la población su propia tierra, así como recuperar las tierras comunales de las que, no hacía tanto, les habían privado las leyes de cercado de fincas conocidas como Enclosure Acts.               
                                                        
De modo que los pobres votarían para apoderarse de lo que antes habían sido sus tierras comunales. Evidentemente eso sería injusto, afirmó Madison; por consiguiente, tenían que evitarlo. Había que establecer un sistema constitucional que impidiese la democracia -«la tiranía de la mayoría», como se la llamaba en ocasiones- para asegurar que no se tocasen las propiedades de los ricos.

Ésta es la estructura del sistema, concebido para evitar los peligros de la democracia. En defensa de Madison hay que decir que era un precapitalista. Asumía que los ricos de la nación serían amables, como los nobles romanos de la mitología de aquella época: aristócratas cultos, figuras benignas que se consagraban al bienestar de todos, etcétera. Debía de tratarse de una opinión bastante extendida, pues el sistema constitucional de Madison acabó instituyéndose.

Y cabe mencionar que ya en la década de 1790 Madison condenaba amargamente el deterioro del sistema que había creado, del que se habían apoderado agiotistas y otros especuladores que se dedicaron a destruirlo en beneficio de sus propios intereses.

Aristócratas y demócratas
Había otra visión -al menos de palabra, y en parte también de convicción- que expresó Jefferson, el principal teórico de la democracia. No tanto en lo que respecta a sus propias acciones sino en cómo lo expuso, pues Jefferson distinguió lo que él llamaba los aristócratas de los demócratas. Con suma elocuencia.

En esencia, los aristócratas creen que el poder debe estar en manos de una clase especial de personas particularmente privilegiadas y distinguidas, que decidirán y actuarán de la forma adecuada. Los demócratas creen que el poder debe confiarse a la población que, en última instancia, es la depositaria de la toma de decisiones y también de las acciones correspondientes, por lo que, nos gusten o no, debemos defender sus decisiones. Jefferson apoyaba a los demócratas, no a los aristócratas. Es lo opuesto a la visión madisoniana, si bien, como he dicho, Madison no tardó mucho en ver adónde se dirigía el sistema, y ese cisma ha recorrido la historia de los Estados Unidos hasta la actualidad (Véase «Thomas Jefferson en una carta a William Short», 8 de enero de 1825, en la página 23).




Gilded Age/Golden Age. Con estos términos, Chomsky se refiere a dos períodos diferentes de la historia de su país. He traducido Gilded Age por «Edad Dorada» (el período de finales del siglo XIX) y Golden Age por «Edad de Oro» (período de crecimiento de las décadas de 1950 y 1960). [N. de la T.].



Preguntas para una nueva educación                                      
William Ospina

Discurso leído en el Marco del Seminario Internacional de Educación. Buenos Aires.

Cada cierto tiempo circula por las redacciones de los diarios una noticia según la cual muchos jóvenes ingleses no creen que Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes norteamericanos piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o Miguel Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a la luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia.

Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto?

Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo?

Nada es más omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar “la telaraña de lo infausto”. El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna noticia. 

El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las desgracias planetarias.

Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: “lo saben todo pero es lo único que saben”. El periodismo no nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino anteayer ya no tienen la misma importancia.

Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.

Es verdad que solemos descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión, deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos.

Cuenta Gibbon en la “Declinación y caída del Imperio Romano” que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcisismo criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.

En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento. 

No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la disciplina.

Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo”. 

Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.

“Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos”, dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo en su trabajo.

Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.

La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos.

A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales.

Suena un poco escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa institución: “Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos”, le dijeron. “Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo preferiría que los enseñaran a convivir con los demás”.

A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. 

¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que puedan ser copiadas.

Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre.

No hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran danés es igual a un chihuahua.

Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y de poder simbólico. “Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton, pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno”. Cuando tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades de la estadística.

A veces la educación no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás.

Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.

Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida siendo siempre el privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa competencia incesante.

No digo que esté mal: a lo mejor los seres humanos sólo avanzamos a través de la rivalidad. Pero estoy seguro, viendo sobre todo la pésima pedagogía de las sociedades excluyentes, que la fórmula de que uno triunfe al precio de que los demás fracasen, puede ser muy reconfortante para los triunfadores pero suele ser muy deprimente para todos los demás. No estoy muy seguro de que no sea un semillero de resentimientos. 

¿No estaremos excesivamente contagiados de esa lógica norteamericana que considera que los seres humanos nos dividimos sólo en ganadores y perdedores? Hasta en el arte, reino por excelencia de lo cualitativo sobre lo cuantitativo, suele aceptarse ahora esa superstición del primer lugar, del número uno, del triunfador, y nada lo estimula tanto como los concursos y los premios. Recuerdo, ya que estamos en Buenos Aires, una anécdota de Jorge Luis Borges. Alguna vez le preguntaron cuál era el mejor poeta de Francia: Verlaine, contestó. Pero, ¿y Baudelaire? le dijeron. Ah sí, Baudelaire también es el mejor poeta de Francia. ¿Y Victor Hugo?, también es el mejor. Y Ronsard, añadió, por supuesto que Ronsard es el mejor poeta de Francia. ¿Por qué sólo uno tiene que ser el mejor?

Por otra parte, hay una separación demasiado marcada entre los medios y los fines, entre el aprendizaje y la práctica, entre los procesos y los resultados. Pero aprender debería ser algo en sí mismo, no apenas un camino para llegar a otra cosa. Diez años de estudio no se pueden justificar por un cartón de grado: deberían valer por sí mismos, darnos no sólo el orgullo de ser mejores sino la felicidad de una época de nuestra vida. Así como a medida que dejemos de vivir para el cielo aprenderemos a hacer nuestra morada en la tierra, a medida que dejemos de estudiar para el grado aprenderemos que la rama del conocimiento y el oficio que escojamos deben ser nuestro goce en la tierra.

Y ello tal vez nos ayude a avanzar en la interrogación de las claves del aprendizaje. 

¿Quién dice que el aprender es algo cuantitativo, que consiste en la cantidad de información que recibamos? 

¿Quién nos dice que el conocimiento es necesariamente algo que se adquiere, que se recibe? 

¿Qué pasaría si el aprender fuera perder y no ganar? 

Tal parece que así es realmente, si pensamos en las enseñanzas de Platón, para quien aprender de verdad no es tanto recibir una carga de saber nuevo sino renunciar o poner en duda un saber previo posiblemente falso. Platón decía que la ignorancia no es un vacío sino una llenura. El que no sabe es el que más cree saber. Cuando en un momento de nuestro aprendizaje alguien nos pregunta, por ejemplo, por qué las cosas caen hacia el suelo, es frecuente que respondamos, porque es lógico, porque tiene que ser así. Alguien socráticamente nos demostrará que no es lógico, que no tiene que ser así, y nos mostrará que hay cosas que no caen, como las nubes, o los globos, o la luna, y que por lo tanto el caer no es una necesidad sino algo que obedece a una ley que merece ser interrogada.

Nos demostrarán que lo que parecía ser evidente no era más que nuestra falta de interrogación, y que muchas certezas que tenemos podrían derrumbarse. Todo está comprendido en otro famoso aforismo de Wilde: “No soy lo suficientemente joven para saberlo todo”.

No somos cántaros vacíos que hay que llenar de saber, somos más bien cántaros llenos que habría que vaciar un poco, para que vayamos reemplazando tantas vanas certezas por algunas preguntas provechosas. Y tal vez lo mejor que podría hacer la educación formal por nosotros es ayudarnos a desconfiar de lo que sabemos, darnos instrumentos para avanzar en la sustitución de conocimientos. Pero ¿estará dispuesto un joven a pagar por un modelo educativo que en vez de convencerlo de que sabe lo convenza de que no sabe? 

Posiblemente no, pero entonces llegamos a uno de los secretos del asunto. Claro que la escuela puede darnos conocimientos y destrezas, pero a ello no lo llamaremos en sentido estricto educación sino adiestramiento. Y claro que es necesario que nos adiestren. Pero mientras la educación siga siendo sólo búsqueda del saber personal o de la destreza personal, todavía no habremos encontrado el secreto de la armonía social, porque para ello no necesitamos técnicos ni operarios sino ciudadanos.

¿Dónde se nos forma como ciudadanos? Y ¿dónde se nos forma como seres satisfechos del oficio que realizan? El tema de la felicidad no suele considerarse demasiado en la definición de la educación, y sin embargo yo creo que es prioritario. Creo que necesitamos profesionales si no felices por lo menos altamente satisfechos de la profesión que han escogido, del oficio que cumplen, y para ello es necesario que la educación no nos dé solamente un recurso para el trabajo, una fuente de ingresos, sino un ejercicio que permita la valoración de nosotros mismos. 

Pienso en la felicidad que suele dar a quienes las practican las artes de los músicos, de los actores, de los pintores, de los escritores, de los inventores, de los jardineros, de los decoradores, de los cocineros, y de incontables apasionados maestros, y lo comparo con la tristeza que suele acompañar a cierto tipo de trabajos en los que ningún operario siente que se esté engrandeciendo humanamente al realizarlo.

Nuestra época, que convierte a los obreros en apéndices de los grandes mecanismos, en seres cuya individualidad no cuenta a la hora de ejercitar sus destrezas, es especialmente cruel con millones de seres humanos. No se trata de escoger profesiones rentables sino de volver rentable cualquier profesión precisamente por el hecho de que se la ejerce con pasión, con imaginación, con placer y con recursividad. Podemos aspirar a que no haya oficios que nos hundan en la pesadumbre física y en la neurosis.

La creencia de que el conocimiento no es algo que se crea sino que se recibe, hace que olvidemos interrogar el mundo a partir de lo que somos, y fundar nuestras expectativas en nuestras propias necesidades. Algunos maestros lograron, por ejemplo, la proeza de hacerme pensar que no me interesaba la física, sólo porque me trasmitieron la idea de la física como un conjunto de fórmulas abstractas y problemas herméticos que no tenía nada que ver con mi propia vida. Ninguno de ellos logró establecer conmigo una suficiente relación de cordialidad para ayudarme a entender que centenares de preguntas que yo me hacía desde niño sobre la vista, sobre el esfuerzo, sobre el movimiento y sobre la magia del espacio tenían en la física su espacio y su tiempo.

Es más, nadie supo ayudarme a ver que buena parte de las angustias, los miedos y las obsesiones que gobernaron el final de mi adolescencia eran lujosas puertas de entrada a algunos de los temas más importantes de la psicología, de la filosofía y de la metafísica. Si uno sale del colegio para entrar en la ciudad, en el campo o en la noche estrellada, eso equivale a decir que uno a menudo sale de las aulas para entrar en la sociología, en la botánica o en la astronomía.

Solemos separar en realidades distintas la habitación, el estudio, el trabajo y la recreación, de modo que la casa, la escuela, el taller y el área de juegos son lugares donde cumplimos actividades distintas. Para Samuel Johnson la casa era la escuela, para William Blake y para Picasso una casa era un taller o no era nada, para Oscar Wilde no podía haber un abismo entre la creación y la recreación. A diferencia del Renacimiento, donde había verdaderos pontífices, es decir, hacedores de puentes entre disciplinas distintas, hoy nos gusta separar todo, llegamos a creer que es posible estudiar por separado la geografía y la historia, creemos que no hay ninguna relación entre la geometría y la política. Sin embargo en nuestras sociedades está claro que estar en el centro o en la periferia es ciertamente un asunto político.

¿Por qué asumir pasivamente los esquemas? 

¿Por qué las enfermeras no pueden ser médicos? 

¿Por qué aceptar un tipo de parámetro profesional que convierte un oficio en una limitación insuperable? Nada debería ser definitivo, todo debería estar en discusión.

Solemos ver, por ejemplo, la educación como el gran remedio para los problemas del mundo; solemos ver el aprendizaje como la más grande de las virtudes humanas. Y lo es. Pero precisamente por ello hay que decir que ese aprendizaje es también una grave responsabilidad de la especie. Para aproximarnos un poco a este tema hay que pensar en el resto de las criaturas.

Se diría que el saber instintivo de las especies es una suerte de seguro natural contra los accidentes y los imprevistos. Nada nos permite tanto confiar en una abeja, como la certeza de que siempre sabrá hacer miel y nunca se le ocurrirá destilar otra cosa. Si un día las abejas optaran por producir vinagre o ácido sulfúrico, el caos se apoderaría del mundo. Un perro o un oso pueden ser adiestrados para que repitan ciertas conductas, pero el ser humano es el único capaz de aprender y sobre todo el único capaz de inventar cosas distintas. La conclusión necesaria de esta reflexión es que los seres humanos aprendemos, y porque aprendemos somos peligrosos. No somos una inocente abeja destilando para siempre su cera y su miel, sino criaturas admirables y terribles capaces de inventar hachas y espadas, libros y palacios, sinfonías y bombas atómicas. Nuestras virtudes son también nuestras amenazas; el privilegio de pensar, el privilegio de inventar y el privilegio de aprender comportan también aterradoras responsabilidades, y un filósofo se atrevió ya a decirle a la humanidad algo que no esperaba oír: “perecerás por tus virtudes”.

Cada vez que nos preguntamos qué educación queremos, lo que nos estamos preguntando es qué tipo de mundo queremos fortalecer y perpetuar. Llamamos educación a la manera como trasmitimos a las siguientes generaciones el modelo de vida que hemos asumido. Pero si bien la educación se puede entender como trasmisión de conocimientos, también podríamos entenderla como búsqueda y transformación del mundo en que vivimos.

A veces, mirando la trama del presente, la pobreza en que persiste media humanidad, la violencia que amenaza a la otra media, la corrupción, la degradación del medio ambiente, tenemos la tendencia a pensar que la educación ha fracasado. Cada cierto tiempo la humanidad tiende a poner en duda su sistema educativo, y se dice que si las cosas salen mal es porque la educación no está funcionando. Pero más angustioso resultaría admitir la posibilidad de que si las cosas salen mal es porque la educación está funcionando. Tenemos un mundo ambicioso, competitivo, amante de los lujos, derrochador, donde la industria mira la naturaleza como una mera bodega de recursos, donde el comercio mira al ser humano como un mero consumidor, donde la ciencia a veces olvida que tiene deberes morales, donde a todo se presta una atención presurosa y superficial, y lo que hay que preguntarse es si la educación está criticando o está fortaleciendo ese modelo.

¿Cómo superar una época en que la educación corre el riesgo de ser sólo un negocio, donde la excelencia de la educación está concebida para perpetuar la desigualdad, donde la formación tiene un fin puramente laboral y además no lo cumple, donde los que estudian no necesariamente terminan siendo los más capaces de sobrevivir? ¿Cómo convertir la educación en un camino hacia la plenitud de los individuos y de las comunidades?

Para ello también hay que hablar del modelo de desarrollo, que suele ser el que define el modelo educativo. Durante mucho tiempo los modelos de Occidente han sido la productividad, la rentabilidad y la transformación del mundo. Pero hay un tipo de productividad que ni siquiera nos da empleo, un tipo de rentabilidad que ni siquiera elimina la miseria, una transformación del mundo que nos hace vivir en la sordidez, más lejos de la naturaleza que en los infiernos de la Edad Media. ¿Y qué pasaría si de pronto se nos demostrara que el modelo de desarrollo tiene que empezar a ser el equilibrio y la conservación del mundo? ¿Qué pasaría si el saber cuantitativo que transforma es reemplazado por el saber previsivo que equilibra, si el poder transformador de la ciencia y la tecnología se convierte en un saber que ayude a conservar, que no piense sólo en la rentabilidad inmediata y en la transformación irrestricta sino en la duración del mundo?

Con ello lo que quiero decir es que nosotros podemos dictar las pautas de nuestro presente, pero son las generaciones que vienen las que se encargarán del futuro, y tienen todo el derecho de dudar de la excelencia del modelo que hemos creado o perpetuado, y pueden tomar otro tipo de decisiones con respecto al mundo que quieren legarles a sus hijos. A lo mejor los grandes paradigmas al cabo de cincuenta años no serán como para nosotros el consumo, la opulencia, la novedad, la moda, el derroche, sino la creación, el afecto, la conservación, las tradiciones, la austeridad. Y a lo mejor ello no corresponderá ni siquiera a un modelo filosófico o ético sino a unas limitaciones materiales. A lo mejor lo que volverá vegetarianos a los seres humanos no serán la religión o la filosofía sino la física escasez de proteína animal. A lo mejor lo que los volverá austeros no será la moral sino la estrechez. A lo mejor lo que los volverá prudentes en su relación con la tecnología no será la previsión sino la evidencia de que también hay en ella un poder destructor. A lo mejor lo que hará que aprendan a mirar con reverencia los tesoros naturales no será la reflexión sino el miedo, la inminencia del desastre, o lo que es aún más grave, el recuerdo del desastre.