lunes, 4 de mayo de 2020


El arte de filosofar       
Leonard Nelson            

Para muchos, la palabra «filosofía» no suena muy bien. Hay quienes consideran que se trata de una meditación poco pragmática, apropiada tal vez para los antiguos griegos o para la lejana y legendaria India, aunque en una época en que los logros de la civilización han llegado a lo más alto, la filosofía puede parecer un ejercicio intelectual que, si no distrae, es como mínimo inútil. Otros no quieren tener nada que ver con los filósofos porque dudan de que esta empresa sea científica, que no es más que una débil especulación cuyos resultados no soportan una crítica cuidadosa. Pero, por otra parte, hay que decir que el desdén por la filosofía ya ha llegado a su punto más alto: las cuestiones filosóficas, una vez más, están empezando a despertar un interés cada vez mayor.

Está haciendo falta una actitud unitaria hacia la vida y la naturaleza. Sin embargo, aunque esta necesidad de la filosofía (que sobre todo es una necesidad de estabilidad interior y de un criterio con el que guiar nuestra vida personal) nos da un indicio -por su universalidad- de su importancia para asumir la existencia humana completo, y aunque pueda tener éxito en recobrar parte de su antigua dignidad, los hombres de ciencia continúan desconfiando de los procedimientos de los filósofos y reclaman un lugar entre ellos. El impulso filosófico a menudo adopta variadas y extrañas formas para alcanzar la verdad, y a veces prosigue su camino de manera titubeante y sin un método preciso, y eso es precisamente lo que caracteriza a las demás ciencias y lo que debe exigírsele a una ciencia, si quiere tener el derecho legítimo de ser etiquetada como tal.

¿Cuál es entonces la naturaleza de eso que llamamos filosofía y cuya investigación decidirá si merece tener (o no) un lugar entre las ciencias? Si no estamos dispuestos a malgastar nuestras energías en una inútil batalla dialéctica, debemos ponernos de acuerdo sobre el significado que habría que darle al término «filosofía», porque si cada uno le damos un significado diferente, no debemos sorprendernos si no alcanzamos ninguna unanimidad.

El contenido de la filosofía (si la filosofía existe como tal) debe ser verdad. Pero no a la inversa. No toda verdad es filosófica, porque el relato fidedigno de una observación también es verdadero, tal como sucede con las proposiciones matemáticas. La verdad filosófica debe diferenciarse de algún modo de otras verdades. Pero lo que la diferencia se encuentra en el hecho de que la verdad filosófica únicamente se hace evidente a través del pensamiento. No calificamos de filosófico al conocimiento que se conoce independientemente del pensamiento. Por otra parte, todo conocimiento que se conoce a través del pensamiento es de naturaleza filosófica. Hay dos formas de encontrar una verdad a través del pensamiento.

En una de éstas, lo que pensamos de un objeto es simplemente aquello que está implícito en el concepto del objeto. En otras palabras, el predicado por el que definimos el objeto en nuestra mente no puede omitirse sin que de este modo anulemos el concepto del objeto. Por ejemplo, el conocimiento de que el número dos es un número par, o de que no debemos violar las obligaciones que tenemos con nosotros mismos es de esta clase. Los juicios que no contienen ningún conocimiento que vaya más allá del concepto de su objeto se llaman analíticos, y esa parte de la filosofía que incluye solamente juicios analíticos se llama lógica.

Todos los otros juicios, a saber, aquellos con los que atribuimos un predicado a un objeto que no está implícito en el concepto, se llaman sintéticos. Por ejemplo, el juicio «esta rosa es blanca» es un juicio sintético, puesto que podríamos pensar que esta rosa no es blanca. De la misma manera, el juicio «los lados contrarios de un rectángulo equilátero son paralelos» es sintético, puesto que el paralelismo de los lados contrarios no se deduce del mero concepto de rectángulo equilátero.

Ahora podría parecer que todos los juicios filosóficos tienen que ser analíticos (de hecho, la ilusión persistió hasta Kant), ya que todo conocimiento derivado del pensamiento es conocimiento a través de conceptos y, consecuentemente, parecería que el conocimiento puede ser filosófico solamente en tanto en cuanto que procede de conceptos. Sin embargo, aunque sea cierto que todos los juicios analíticos (tal como hemos definido la palabra) son filosóficos, de ello no se sigue que todos los juicios filosóficos deban ser analíticos. Hay que decir por ello que la cognición se hace evidente únicamente a través del pensamiento, algo bastante distinto que sólo se fundamenta en el pensamiento.

Por consiguiente, no es imposible que los juicios sintéticos sean de naturaleza filosófica.  Todos nosotros estamos tan familiarizados con ellos que no nos molestamos en tenerlos en cuenta. Así, en el caso de los juicios más simples que se basan en la experiencia, presuponemos que ningún cambio sucede sin causa. Esta proposición enuncia una verdad filosófica, ya que es evidente que no puede derivarse de una intuición. Sin embargo, es un juicio sintético, puesto que no hay nada en el mero concepto de cambio que implique la necesidad de una causa. O para dar un ejemplo bastante diferente: cuando afirmamos que el crimen debería ser castigado, estamos de nuevo expresando de hecho un juicio filosófico sintético. El significado de esta cuestión varía dependiendo de lo que nos motive a tomar un interés activo en la filosofía. Podría ser que la verdad de una proposición de filosófica nos interese por su importancia para nuestra concepción de la vida y de la naturaleza. O podemos investigar las relaciones entre las verdades filosóficas y el origen de las que derivamos nuestra comprensión de ella.    

Fragmento extractado de: El Búho. 
Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía. www.elbuho.aafi.es 
                                                                     
Traducción de Ascensión Marcelino y Gabriel Arnaiz

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