Una nota sobre el sueño americano.
Requiem por
el sueño americano.
Los diez principios de la concentración de la
riqueza y el poder.
Noam Chomsky
Traducción de Magdalena
Palmer
Basado
en el documental Réquiem por el sueño americano
realizado por Peter
Hutchison, Kelly Nyks y Jared P. Scott
La Gran Depresión, que soy
lo bastante viejo para recordar, fue una mala época; desde mi perspectiva,
mucho peor que la actual. Sin embargo, también existía la sensación de que
saldríamos adelante, la esperanza de que las cosas mejorarían, la idea de que
«quizá no haya trabajo ahora pero lo habrá mañana, y lucharemos juntos para
crear un futuro mejor».
Fue una época de
radicalismo político que esperábamos que fructificase en un futuro distinto, un
futuro más justo, igualitario y libre que acabara con las represivas
estructuras de clase. Se vivía la sensación generalizada de que «de un modo u
otro, esto se arreglará».
La mayoría de los miembros
de mi familia, por ejemplo, eran desempleados de clase obrera. El desarrollo
del sindicalismo fue tanto un reflejo como una fuente de optimismo y esperanza.
Y eso se ha perdido. Hoy en día, lo que sentimos es que nada volverá; que todo
ha terminado.
El sueño americano, como
casi todos los sueños, comparte muchos elementos del mito. En el siglo XIX
consistió, en gran medida, en lo que ilustraban las novelas de Horatio Alger:
«Somos pobres de solemnidad, pero trabajaremos mucho y saldremos adelante»,
lo que, hasta cierto punto, era verdad. Mi padre, por ejemplo, llegó en 1913
desde una aldea pobrísima de Europa Oriental, consiguió trabajo en una fábrica
clandestina de Baltimore y su situación fue mejorando hasta el punto que
consiguió estudiar en la universidad, obtener una licenciatura y finalmente
incluso un doctorado. Acabó viviendo lo que se denomina «un estilo de vida de
clase media». Era algo que estaba al alcance de muchos. En aquellos tiempos los
inmigrantes europeos podían alcanzar un nivel de prosperidad, privilegios,
libertad e independencia que habría sido impensable en sus países de origen.
Sin embargo, sabemos que
ahora ya no es así. En realidad, la movilidad social es menor aquí que en
Europa. Pero el sueño persiste, fomentado por la propaganda. Forma parte de cualquier
discurso político: «Vótame y traeremos el sueño de vuelta».
Todos lo repiten con palabras similares y hasta puede oírse en boca de aquellos
que precisamente lo están destruyendo, lo sepan o no. Pero el «sueño»
debe continuar pues, de lo contrario, ¿cómo van a enfrentarse los
habitantes del país más rico y poderoso de la historia, con ventajas
extraordinarias, a la realidad que ven a su alrededor?
La desigualdad actual no
tiene precedentes. En términos absolutos se trata de uno de los peores momentos
de la historia de los Estados Unidos pero, si se analiza en profundidad, es evidente
que proviene de la extrema riqueza de un minúsculo sector de la población, la
pequeña fracción del uno por ciento. En otros períodos, como en la Edad Dorada[1]
de finales del siglo XIX o los locos años veinte, se vivió una situación
parecida, pero nuestra época es un caso extremo
(Gilded Age/Golden Age. Con estos
términos, Chomsky se refiere a dos períodos diferentes de la historia de su
país. He traducido Gilded Age por «Edad Dorada» (el período de finales del
siglo XIX) y Golden Age por «Edad de Oro» (período de crecimiento de las
décadas de 1950 y 1960). [N. de la T.]).
Un análisis actual de la
distribución de la riqueza muestra que la desigualdad proviene principalmente
de la superriqueza: literalmente, el uno por ciento de la población es
inmensamente rico. Esta situación es el resultado de treinta años de cambios en
la política económica y social. Durante este período, el programa del Gobierno
se ha modificado completamente en contra de la voluntad de la mayoría para
proporcionar ingentes beneficios a los superricos. Entretanto, para gran parte
de la población, para la mayoría, la renta real lleva treinta años
prácticamente estancada. En este sentido, en el particular sentido
estadounidense, la clase media sufre un grave ataque.
La movilidad social es una
parte esencial del sueño americano: naces pobre, trabajas mucho y te haces
rico. La idea de que es posible encontrar un trabajo decente, comprarse una casa
y un coche, y enviar a los hijos a la universidad…
Todo se ha hundido.
Introducción
Echemos un vistazo a la
sociedad estadounidense. Imaginemos que la observamos desde Marte. ¿Qué es lo
que vemos?
En los Estados Unidos
existen valores declarados, como la democracia. En una democracia, la opinión
pública influye en la política y el Gobierno lleva a cabo acciones acordadas
por la población. En eso consiste el sistema democrático. Pero es importante
comprender que la democracia nunca ha sido del agrado de los sectores privilegiados
y poderosos, por muy buenas razones. La democracia confía el poder a la población
general y se lo arrebata a los privilegiados. Es un principio de la
concentración de la riqueza y el poder.
El círculo vicioso
La concentración de la
riqueza conduce a la concentración del poder, sobre todo a medida que el coste
de las elecciones se dispara, lo que hace que las grandes empresas tengan a los
partidos políticos en el bolsillo. Este poder político se traduce rápidamente
en una legislación que respalda el incremento de la concentración de la
riqueza.
La política fiscal, como
la política impositiva, la desregulación, las normas de gestión empresarial y
toda una serie de medidas –medidas políticas concebidas para incrementar la
concentración de riqueza y poder– conducen a más poder político que seguirá
haciendo lo mismo. Eso es lo que estamos viendo en la actualidad. Un círculo
vicioso en pleno funcionamiento.
La máxima vil
Los ricos siempre han
disfrutado de un inmenso poder político, algo que se remonta a siglos atrás. Es
tan tradicional que ya lo describió Adam Smith en 1776 en su célebre La riqueza
de las naciones, donde afirma que en Inglaterra «los principales arquitectos
de la política» son los propietarios de la sociedad, que en su época
eran «los comerciantes y los industriales».
Éstos se cuidan de que sus
intereses estén muy bien protegidos, por muy «doloroso» que sea su impacto
sobre el pueblo de Inglaterra o sobre otros pueblos. Ahora no son los
comerciantes y los industriales, sino las instituciones financieras y las
multinacionales. Aquellos a los que Adam Smith llamaba «los amos de la
humanidad» y que siguen «la máxima vil: todo para nosotros
y nada para los demás».
Únicamente perseguirán
políticas que los beneficien y perjudiquen al resto.
Pues bien, se trata de una
máxima muy extendida en política que en los Estados Unidos se ha estudiado en
profundidad. Son las políticas que se han ido aplicando de forma creciente y, a
falta de una reacción popular generalizada, son las que cabe esperar.
Principio Nº 1. Reducir la
democracia
En la historia de los
Estados Unidos siempre se ha producido un enfrentamiento constante entre la
presión desde abajo para conseguir más libertad y democracia, y los esfuerzos
de la élite para controlar y dominar: un conflicto que se remonta a la
fundación del país.
La minoría de los
opulentos
James Madison, el
principal artífice de la Constitución y a la sazón uno de los principales
defensores de la democracia, consideraba, no obstante, que el sistema
estadounidense debía concebirse -como acabaría concibiéndose, gracias a su iniciativa-
de modo que el poder recayera en manos de los ricos. Porque los ricos son el
grupo más responsable, el que por naturaleza busca el bien público, y no unos
intereses estrechos y limitados.
Por tanto, la estructura
del sistema constitucional oficial confió la mayor parte del poder al Senado.
Cabe recordar que en aquella época los miembros del Senado no se elegían (sólo empezaron
a elegirse democráticamente hace un siglo), sino que la asamblea legislativa los
seleccionaba de entre los pudientes para que ocupasen el cargo durante largos
períodos de tiempo. Más hombres responsables. Hombres que, como señaló Madison,
se preocupaban por los terratenientes y sus derechos. Y eso debía protegerse.
El Senado acaparaba la
mayor parte del poder, pero también era la cámara más alejada de la población.
La Cámara de los Representantes, mucho más cercana, tenía una función infinitamente
más reducida. En aquel entonces, el poder ejecutivo -el presidente- era más
bien un administrador con cierta responsabilidad en temas de política exterior
y otros asuntos. Una situación muy distinta de la actual.
Se debatía una pregunta
fundamental: ¿Hasta qué punto debemos permitir una democracia real?
Madison lo argumentó a conciencia, no tanto en los diferentes artículos de El
federalista, que era una especie de propaganda, sino en los debates de la
Convención Constitucional de Filadelfia, unos documentos de consulta mucho más
interesantes. En los debates, Madison afirmó que la principal preocupación de
la sociedad -de cualquier sociedad decente- tiene que ser «proteger a la
minoría de los opulentos frente a la mayoría».
La frase es suya. Y expuso
sus argumentos.
(Véase Actas y debates secretos de la Convención
celebrada en Filadelfia en el año 1787, en la página 22).
Madison observó que el
modelo que tenía en mente –Inglaterra, por supuesto– era el país y la sociedad
política más avanzados de la época. Supongan que en Inglaterra todos votasen
libremente, dijo. En tal caso, la mayoría de los pobres se uniría y se
organizaría para arrebatarles sus propiedades a los ricos. Llevarían a cabo lo
que en la actualidad se denomina una reforma agraria: parcelar las haciendas y
los latifundios para dar a la población su propia tierra, así como recuperar
las tierras comunales de las que, no hacía tanto, les habían privado las leyes
de cercado de fincas conocidas como Enclosure Acts.
De modo que los pobres
votarían para apoderarse de lo que antes habían sido sus tierras comunales. Evidentemente
eso sería injusto, afirmó Madison; por consiguiente, tenían que evitarlo. Había
que establecer un sistema constitucional que impidiese la democracia -«la
tiranía de la mayoría», como se la llamaba en ocasiones- para asegurar que no
se tocasen las propiedades de los ricos.
Ésta es la estructura del
sistema, concebido para evitar los peligros de la democracia. En defensa de
Madison hay que decir que era un precapitalista. Asumía que los ricos de la
nación serían amables, como los nobles romanos de la mitología de aquella
época: aristócratas cultos, figuras benignas que se consagraban al bienestar de
todos, etcétera. Debía de tratarse de una opinión bastante extendida, pues el
sistema constitucional de Madison acabó instituyéndose.
Y cabe mencionar que ya en
la década de 1790 Madison condenaba amargamente el deterioro del sistema que
había creado, del que se habían apoderado agiotistas y otros especuladores que
se dedicaron a destruirlo en beneficio de sus propios intereses.
Aristócratas
y demócratas
Había otra visión -al
menos de palabra, y en parte también de convicción- que expresó Jefferson, el
principal teórico de la democracia. No tanto en lo que respecta a sus propias
acciones sino en cómo lo expuso, pues Jefferson distinguió lo que él llamaba
los aristócratas de los demócratas. Con suma elocuencia.
En
esencia, los aristócratas creen que el poder debe estar en manos de una clase
especial de personas particularmente privilegiadas y distinguidas, que
decidirán y actuarán de la forma adecuada. Los demócratas creen que el poder
debe confiarse a la población que, en última instancia, es la depositaria de la
toma de decisiones y también de las acciones correspondientes, por lo que, nos
gusten o no, debemos defender sus decisiones. Jefferson apoyaba a los
demócratas, no a los aristócratas. Es lo opuesto a la visión madisoniana, si bien,
como he dicho, Madison no tardó mucho en ver adónde se dirigía el sistema, y
ese cisma ha recorrido la historia de los Estados Unidos hasta la actualidad (Véase «Thomas Jefferson en una carta a William Short»,
8 de enero de 1825, en la página 23).
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