Preguntas para una nueva educación
William Ospina
Discurso leído en el Marco del Seminario
Internacional de Educación. Buenos Aires.
Cada cierto tiempo
circula por las redacciones de los diarios una noticia según la cual muchos
jóvenes ingleses no creen que Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes
norteamericanos piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o
Miguel Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación
con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a la
luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia.
Estos hechos llaman la
atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos
que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo
recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de
conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde
se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias
naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos
adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan
detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre
con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad
industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor
irracionalidad en el conjunto?
Podemos saberlo todo
de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace
el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la
Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas
de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan
frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan
pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces
hemos sabido menos del mundo?
Nada es más
omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen
cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar “la telaraña de lo
infausto”. El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que
ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple
todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no
producirá ninguna noticia.
El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el
planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo
que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como
lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la
humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando
desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya
vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre
la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere
ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser
espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las
desgracias planetarias.
Nuestro tiempo es
paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de
ciertos doctores: “lo saben todo pero es lo único que saben”. El periodismo no
nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha
hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer
sino anteayer ya no tienen la misma importancia.
Por otra parte, la
humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y
de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y
parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había
sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan
dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se
requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre
depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.
Es verdad que solemos
descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el
peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los
dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión,
deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los
medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos.
Cuenta Gibbon en la
“Declinación y caída del Imperio Romano” que, cuando en Roma existía el poder absoluto,
en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un
carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era
un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con
Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcisismo criminal, con
Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma
los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la
enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él
se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo
sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la
bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así
como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes
en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del
ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
En nuestro tiempo el
poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean
y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es
necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento.
No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad
de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de
crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja
humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el
deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el
sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la
elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la
lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más
los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la
disciplina.
Quiero recordar ahora
unos versos de T. S. Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento
que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan
de Dios y nos aproximan al polvo”.
Es verdad que vivimos en una época que
aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y
saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas
sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que
se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de
la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay
que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene
previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos:
por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios
modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una
tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.
“Todo sucede y nada se
recuerda en esos gabinetes cristalinos”, dice un poema de Jorge Luis Borges que
habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el
mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si
los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les
atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que
después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una
facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de
televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino
comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes
que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y
por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre
hay un criterio educativo en su trabajo.
Un pésimo libro que se
venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a
atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.
La inevitable
conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden
educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten
contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo
que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos
cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna
instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad, y es
entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que
sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre
de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos,
de pasatiempos dañinos.
A lo largo de la vida
entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al
llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra
formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos.
Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir
conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir
buenos amigos y buenos hábitos sociales.
Suena un poco
escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir
conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota
que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley, que
perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de
Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su
muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio
en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación
en esa institución: “Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos”, le
dijeron. “Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo
preferiría que los enseñaran a convivir con los demás”.
A veces me pregunto si
la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado
competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha
fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la
idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie
superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la
exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días
me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer
sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus
exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las
respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé
que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los
demás.
¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el
que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta
que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo
que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos
estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso
está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad
de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo
que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras
de razonar que respuestas que puedan ser copiadas.
Todo eso nos lleva a
la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que
ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si
los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya
quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos
que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale
para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y
la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos
en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar
imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de
hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo
funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una
vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre.
No hay el mismo grado
de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a
otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de
jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro
es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran
danés es igual a un chihuahua.
Y en cuanto a los
humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden
eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser
igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es
importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos
hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del
mundo y de poder simbólico. “Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton,
pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y
uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno”. Cuando tenemos dos seres
humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen,
tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno
de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen.
Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las
comunes verdades de la estadística.
A veces la educación
no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos
con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica
del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor,
y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás.
Cuando yo iba al
colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi
nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir
mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas
quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica
deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto
sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay
por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia
y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
Pero esto nos lleva a
lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos,
si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos
oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya
se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de
formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así
como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón
para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida
siendo siempre el privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento
advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares,
parece postular esa competencia incesante.
No digo que esté mal:
a lo mejor los seres humanos sólo avanzamos a través de la rivalidad. Pero
estoy seguro, viendo sobre todo la pésima pedagogía de las sociedades
excluyentes, que la fórmula de que uno triunfe al precio de que los demás
fracasen, puede ser muy reconfortante para los triunfadores pero suele ser muy
deprimente para todos los demás. No estoy muy seguro de que no sea un semillero
de resentimientos.
¿No estaremos excesivamente contagiados de esa lógica
norteamericana que considera que los seres humanos nos dividimos sólo en
ganadores y perdedores? Hasta en el arte, reino por excelencia de lo
cualitativo sobre lo cuantitativo, suele aceptarse ahora esa superstición del
primer lugar, del número uno, del triunfador, y nada lo estimula tanto como los
concursos y los premios. Recuerdo, ya que estamos en Buenos Aires, una anécdota
de Jorge Luis Borges. Alguna vez le preguntaron cuál era el mejor poeta de Francia:
Verlaine, contestó. Pero, ¿y Baudelaire? le dijeron. Ah sí, Baudelaire también
es el mejor poeta de Francia. ¿Y Victor Hugo?, también es el mejor. Y Ronsard,
añadió, por supuesto que Ronsard es el mejor poeta de Francia. ¿Por qué sólo
uno tiene que ser el mejor?
Por otra parte, hay
una separación demasiado marcada entre los medios y los fines, entre el
aprendizaje y la práctica, entre los procesos y los resultados. Pero aprender
debería ser algo en sí mismo, no apenas un camino para llegar a otra cosa. Diez
años de estudio no se pueden justificar por un cartón de grado: deberían valer
por sí mismos, darnos no sólo el orgullo de ser mejores sino la felicidad de
una época de nuestra vida. Así como a medida que dejemos de vivir para el cielo
aprenderemos a hacer nuestra morada en la tierra, a medida que dejemos de
estudiar para el grado aprenderemos que la rama del conocimiento y el oficio
que escojamos deben ser nuestro goce en la tierra.
Y ello tal vez nos
ayude a avanzar en la interrogación de las claves del aprendizaje.
¿Quién dice
que el aprender es algo cuantitativo, que consiste en la cantidad de
información que recibamos?
¿Quién nos dice que el conocimiento es
necesariamente algo que se adquiere, que se recibe?
¿Qué pasaría si el aprender
fuera perder y no ganar?
Tal parece que así es realmente, si pensamos en las
enseñanzas de Platón, para quien aprender de verdad no es tanto recibir una
carga de saber nuevo sino renunciar o poner en duda un saber previo
posiblemente falso. Platón decía que la ignorancia no es un vacío sino una
llenura. El que no sabe es el que más cree saber. Cuando en un momento de
nuestro aprendizaje alguien nos pregunta, por ejemplo, por qué las cosas caen
hacia el suelo, es frecuente que respondamos, porque es lógico, porque tiene
que ser así. Alguien socráticamente nos demostrará que no es lógico, que no
tiene que ser así, y nos mostrará que hay cosas que no caen, como las nubes, o
los globos, o la luna, y que por lo tanto el caer no es una necesidad sino algo
que obedece a una ley que merece ser interrogada.
Nos demostrarán que lo
que parecía ser evidente no era más que nuestra falta de interrogación, y que
muchas certezas que tenemos podrían derrumbarse. Todo está comprendido en otro
famoso aforismo de Wilde: “No soy lo suficientemente joven para saberlo todo”.
No somos cántaros
vacíos que hay que llenar de saber, somos más bien cántaros llenos que habría
que vaciar un poco, para que vayamos reemplazando tantas vanas certezas por
algunas preguntas provechosas. Y tal vez lo mejor que podría hacer la educación
formal por nosotros es ayudarnos a desconfiar de lo que sabemos, darnos
instrumentos para avanzar en la sustitución de conocimientos. Pero ¿estará
dispuesto un joven a pagar por un modelo educativo que en vez de convencerlo de
que sabe lo convenza de que no sabe?
Posiblemente no, pero entonces llegamos a
uno de los secretos del asunto. Claro que la escuela puede darnos conocimientos
y destrezas, pero a ello no lo llamaremos en sentido estricto educación sino
adiestramiento. Y claro que es necesario que nos adiestren. Pero mientras la
educación siga siendo sólo búsqueda del saber personal o de la destreza
personal, todavía no habremos encontrado el secreto de la armonía social,
porque para ello no necesitamos técnicos ni operarios sino ciudadanos.
¿Dónde se nos forma
como ciudadanos? Y ¿dónde se nos forma como seres satisfechos del oficio que
realizan? El tema de la felicidad no suele considerarse demasiado en la
definición de la educación, y sin embargo yo creo que es prioritario. Creo que
necesitamos profesionales si no felices por lo menos altamente satisfechos de
la profesión que han escogido, del oficio que cumplen, y para ello es necesario
que la educación no nos dé solamente un recurso para el trabajo, una fuente de
ingresos, sino un ejercicio que permita la valoración de nosotros mismos.
Pienso en la felicidad que suele dar a quienes las practican las artes de los
músicos, de los actores, de los pintores, de los escritores, de los inventores,
de los jardineros, de los decoradores, de los cocineros, y de incontables
apasionados maestros, y lo comparo con la tristeza que suele acompañar a cierto
tipo de trabajos en los que ningún operario siente que se esté engrandeciendo
humanamente al realizarlo.
Nuestra época, que
convierte a los obreros en apéndices de los grandes mecanismos, en seres cuya
individualidad no cuenta a la hora de ejercitar sus destrezas, es especialmente
cruel con millones de seres humanos. No se trata de escoger profesiones
rentables sino de volver rentable cualquier profesión precisamente por el hecho
de que se la ejerce con pasión, con imaginación, con placer y con recursividad.
Podemos aspirar a que no haya oficios que nos hundan en la pesadumbre física y
en la neurosis.
La creencia de que el
conocimiento no es algo que se crea sino que se recibe, hace que olvidemos
interrogar el mundo a partir de lo que somos, y fundar nuestras expectativas en
nuestras propias necesidades. Algunos maestros lograron, por ejemplo, la proeza
de hacerme pensar que no me interesaba la física, sólo porque me trasmitieron
la idea de la física como un conjunto de fórmulas abstractas y problemas
herméticos que no tenía nada que ver con mi propia vida. Ninguno de ellos logró
establecer conmigo una suficiente relación de cordialidad para ayudarme a entender
que centenares de preguntas que yo me hacía desde niño sobre la vista, sobre el
esfuerzo, sobre el movimiento y sobre la magia del espacio tenían en la física
su espacio y su tiempo.
Es más, nadie supo
ayudarme a ver que buena parte de las angustias, los miedos y las obsesiones
que gobernaron el final de mi adolescencia eran lujosas puertas de entrada a
algunos de los temas más importantes de la psicología, de la filosofía y de la
metafísica. Si uno sale del colegio para entrar en la ciudad, en el campo o en
la noche estrellada, eso equivale a decir que uno a menudo sale de las aulas
para entrar en la sociología, en la botánica o en la astronomía.
Solemos separar en
realidades distintas la habitación, el estudio, el trabajo y la recreación, de
modo que la casa, la escuela, el taller y el área de juegos son lugares donde
cumplimos actividades distintas. Para Samuel Johnson la casa era la escuela,
para William Blake y para Picasso una casa era un taller o no era nada, para
Oscar Wilde no podía haber un abismo entre la creación y la recreación. A
diferencia del Renacimiento, donde había verdaderos pontífices, es decir,
hacedores de puentes entre disciplinas distintas, hoy nos gusta separar todo,
llegamos a creer que es posible estudiar por separado la geografía y la
historia, creemos que no hay ninguna relación entre la geometría y la política.
Sin embargo en nuestras sociedades está claro que estar en el centro o en la
periferia es ciertamente un asunto político.
¿Por qué asumir
pasivamente los esquemas?
¿Por qué las enfermeras no pueden ser médicos?
¿Por
qué aceptar un tipo de parámetro profesional que convierte un oficio en una
limitación insuperable? Nada debería ser definitivo, todo debería estar en
discusión.
Solemos ver, por
ejemplo, la educación como el gran remedio para los problemas del mundo;
solemos ver el aprendizaje como la más grande de las virtudes humanas. Y lo es.
Pero precisamente por ello hay que decir que ese aprendizaje es también una
grave responsabilidad de la especie. Para aproximarnos un poco a este tema hay
que pensar en el resto de las criaturas.
Se diría que el saber
instintivo de las especies es una suerte de seguro natural contra los
accidentes y los imprevistos. Nada nos permite tanto confiar en una abeja, como
la certeza de que siempre sabrá hacer miel y nunca se le ocurrirá destilar otra
cosa. Si un día las abejas optaran por producir vinagre o ácido sulfúrico, el
caos se apoderaría del mundo. Un perro o un oso pueden ser adiestrados para que
repitan ciertas conductas, pero el ser humano es el único capaz de aprender y
sobre todo el único capaz de inventar cosas distintas. La conclusión necesaria
de esta reflexión es que los seres humanos aprendemos, y porque aprendemos
somos peligrosos. No somos una inocente abeja destilando para siempre su cera y
su miel, sino criaturas admirables y terribles capaces de inventar hachas y
espadas, libros y palacios, sinfonías y bombas atómicas. Nuestras virtudes son
también nuestras amenazas; el privilegio de pensar, el privilegio de inventar y
el privilegio de aprender comportan también aterradoras responsabilidades, y un
filósofo se atrevió ya a decirle a la humanidad algo que no esperaba oír:
“perecerás por tus virtudes”.
Cada vez que nos
preguntamos qué educación queremos, lo que nos estamos preguntando es qué tipo
de mundo queremos fortalecer y perpetuar. Llamamos educación a la manera como
trasmitimos a las siguientes generaciones el modelo de vida que hemos asumido.
Pero si bien la educación se puede entender como trasmisión de conocimientos,
también podríamos entenderla como búsqueda y transformación del mundo en que
vivimos.
A veces, mirando la
trama del presente, la pobreza en que persiste media humanidad, la violencia
que amenaza a la otra media, la corrupción, la degradación del medio ambiente,
tenemos la tendencia a pensar que la educación ha fracasado. Cada cierto tiempo
la humanidad tiende a poner en duda su sistema educativo, y se dice que si las
cosas salen mal es porque la educación no está funcionando. Pero más angustioso
resultaría admitir la posibilidad de que si las cosas salen mal es porque la
educación está funcionando. Tenemos un mundo ambicioso, competitivo, amante de
los lujos, derrochador, donde la industria mira la naturaleza como una mera
bodega de recursos, donde el comercio mira al ser humano como un mero
consumidor, donde la ciencia a veces olvida que tiene deberes morales, donde a
todo se presta una atención presurosa y superficial, y lo que hay que
preguntarse es si la educación está criticando o está fortaleciendo ese modelo.
¿Cómo superar una
época en que la educación corre el riesgo de ser sólo un negocio, donde la
excelencia de la educación está concebida para perpetuar la desigualdad, donde
la formación tiene un fin puramente laboral y además no lo cumple, donde los
que estudian no necesariamente terminan siendo los más capaces de sobrevivir?
¿Cómo convertir la educación en un camino hacia la plenitud de los individuos y
de las comunidades?
Para ello también hay
que hablar del modelo de desarrollo, que suele ser el que define el modelo
educativo. Durante mucho tiempo los modelos de Occidente han sido la
productividad, la rentabilidad y la transformación del mundo. Pero hay un tipo
de productividad que ni siquiera nos da empleo, un tipo de rentabilidad que ni
siquiera elimina la miseria, una transformación del mundo que nos hace vivir en
la sordidez, más lejos de la naturaleza que en los infiernos de la Edad Media.
¿Y qué pasaría si de pronto se nos demostrara que el modelo de desarrollo tiene
que empezar a ser el equilibrio y la conservación del mundo? ¿Qué pasaría si el
saber cuantitativo que transforma es reemplazado por el saber previsivo que
equilibra, si el poder transformador de la ciencia y la tecnología se convierte
en un saber que ayude a conservar, que no piense sólo en la rentabilidad
inmediata y en la transformación irrestricta sino en la duración del mundo?
Con ello lo que quiero decir es que nosotros podemos
dictar las pautas de nuestro presente, pero son las generaciones que vienen las
que se encargarán del futuro, y tienen todo el derecho de dudar de la
excelencia del modelo que hemos creado o perpetuado, y pueden tomar otro tipo
de decisiones con respecto al mundo que quieren legarles a sus hijos. A lo
mejor los grandes paradigmas al cabo de cincuenta años no serán como para
nosotros el consumo, la opulencia, la novedad, la moda, el derroche, sino la
creación, el afecto, la conservación, las tradiciones, la austeridad. Y a lo
mejor ello no corresponderá ni siquiera a un modelo filosófico o ético sino a
unas limitaciones materiales. A lo mejor lo que volverá vegetarianos a los
seres humanos no serán la religión o la filosofía sino la física escasez de
proteína animal. A lo mejor lo que los volverá austeros no será la moral sino
la estrechez. A lo mejor lo que los volverá prudentes en su relación con la
tecnología no será la previsión sino la evidencia de que también hay en ella un
poder destructor. A lo mejor lo que hará que aprendan a mirar con reverencia
los tesoros naturales no será la reflexión sino el miedo, la inminencia del
desastre, o lo que es aún más grave, el recuerdo del desastre.
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